viernes, 23 de julio de 2010

Capítulo octavo: Tormenta de verano

Raro. Confuso. Y raro. Y confuso de nuevo.
Todo se amontona, se aglutina y se mueve a su alrededor como si de una gran masa de aire frío y caliente se tratase. Como si la temperatura más alta y la más baja se hubiesen ensalzado en una lucha continua por destruir a la otra o adherirla a sí misma, haciéndola así formar parte de ella, convenciéndola de este modo de que es su temperatura, y no otra, la mejor.
Así se siente Irene. Una lucha, un enfrentamiento de sensaciones, sentimientos y emociones cuya procedencia desconoce. Quién sabe de qué polo o qué trópico han surgido para ir a parar a su cabeza o al resto de su cuerpo para continuar esa contienda de la que sospecha, difícilmente saldrán vencedores y vencidos. Su yo se ha convertido en el campo de batalla, en el escenario donde se encuentran esas dos masas de aire que tratan de llevarla a un punto concreto, completamente opuesto en cada una de las corrientes.
Y, hallándose en medio de todo ello, se pregunta inútilmente si alguna vez una de las masas cederá ante la otra. Porque se ha cansado de ver cómo llueve dentro de sí misma, porque le aburre pensar que en la mejor de las circunstancias el día estará nublado y porque sabe que en las tormentas de verano no llueve, graniza.



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