domingo, 28 de noviembre de 2010

Capítulo Diecisiete

Al echar la persiana sentí que cerraba la ventana hacia la inmensidad. Miré a mi alrededor, en mitad de la habitación había improvisado un tendedero con una guita -fuera llovía a raudales-, la puerta cerrada, las paredes blancas y cercanas, y ahora, por primera vez, las persianas bajadas, grises, reflejando la luz de la lámpara, ocultando tras de sí los patios y los tejados, y el cielo oscuro, el sonido de la lluvia contra los canalones, contra el techo de aluminio que cubre parte del patio, allá abajo.

No sé por qué aquello me incitó a recordar algo. Tal vez ni siquiera fuera la persiana y la inmensidad que me negaba, tal vez no tuviera nada que ver con las paredes blancas y la puerta cerrada, ni con el tendedero, ni con mis sujetadores y pantalones que pendían sobre la cama. Creo que fue el libro que acababa de dejar sobre la mesa, La tregua, de Mario Benedetti. Pero tampoco sabría explicar por qué, ni qué pasaje me hizo remontarme tiempo atrás, a meses de lluvia y cine, de camas compartidas y algo de falsas apariencias.

Tal vez tampoco tuviera que ver con eso. Ni con el cenicero humeante y las latas de cerveza vacías amontonadas sobre la mesa.

Cansada de darle vueltas, levanté de nuevo la persiana. La oscuridad más allá de los cristales invitaba a adentrarse en ella, a dejarse llevar.


Sevilla, 27 de Noviembre de 2010

Chío Beloki