lunes, 21 de marzo de 2011

Capítulo treinta y cinco. X, Y, Z

Irene imagina una de esas situaciones en las que hay dos personas entre las que, sin llegar a ser del todo explícita, hay una complicidad de esas en las que se adivina cierta simpatía de más. Dichas personas se miran, se ríen e incluso se tocan cuando no es del todo necesario. Ambas personas, o al menos una de ellas, piensan que de ahí puede salir algo bueno, algo muy bueno, se atrevería a pensar Irene. Y es que en cierto momento y en cierto lugar el tiempo es diferente, la situación completamente distinta y la línea que separa las etiquetas se desdibuja fácilmente.

Pero ese tipo de situaciones, piensa Irene, pocas veces termina bien. Sobre todo porque, en la mayoría de los casos, se apaga la chispa, o, como cree Irene, en otros tantos casos el momento justo para llegar a más se pasa, porque ese momento dura una milésima de segundo, y tras él no queda nada.

También influye el hecho de que haya una cara nueva. Entonces una de las personas, llamémosla X, se fija en esa nueva cara, en esa otra persona que ha llegado pasando a ser la novedad, haciendo que X desvíe su atención de… llamémosla Y, teniendo ojos tan sólo para… llamémosle Z.

Y es entonces cuando Irene imagina – porque todo esto es una situación imaginaria, por supuesto – que X, si en algún momento pensó que de esa complicidad implícita con Y podía salir cualquier cosa, ha dejado de hacerlo, porque Z no la haría salirse de sus estereotipos, porque Z ha llegado irrumpiendo como un elefante en una cacharrería, y porque si Y tuvo la más mínima oportunidad de llegar a ese algo más esa noche entre conversaciones al oído y miradas cómplices mientras le pasaba el cigarrillo a X acariciándole disimuladamente la mano, la desperdició tontamente.

Y finalmente, Irene, tras todo ello, tras imaginar esta situación en su cabeza – porque nada es real, claro- llega a la conclusión de que Y, tras perder la oportunidad aquel día con X y, sobre todo, tras la llegada inesperadamente repentina de Z, debe odiar profundamente a esa tercera letra de la ecuación. Pero claro, todo ello es un supuesto en la mente de Irene.

martes, 1 de marzo de 2011

Capítulo treinta y cuatro. Desequilibrio

Me irritas. Resultas molesta para mí. Cada vez que abres la boca respiro hondo para concentrarme en el aire que entra en mis pulmones y olvidar lo desagradable de tu voz. Chillona, estridente, que penetra en mi cabeza y me descontrola por completo, haciéndome olvidar quién soy y, sobre todo, quién eres. Haciéndome olvidar que te quiero.

Hablas y aparto la mirada. Pocas veces vuelves a intentarlo cuando ves ese gesto en mí. Pero hoy es una de esas veces. Hoy te has propuesto enfadarme, y vuelves a dirigirte a mí cuando sabes que he dejado de ser yo.

Y sigo dándote la espalda con mi mirada. Ahora mi gesto es tosco. Mis ojos se han vuelto los de otra persona y mi mandíbula ha empezado a estar más tensa de lo normal.

Te levantas de la cama. Dentro de mi estado de ira contenida me alegro de que te alejes de mí. Apretando aún la mandíbula logro poner los pies en el suelo, buscando las zapatillas. Es entonces cuando algo quema mi hombro.

Girándome bruscamente hacia mi derecha logro averiguar que es tu mano la que ha provocado esa quemazón. Intentas calmarme. Sabes que es en vano. Deberías irte, y lo sabes. Pero hoy, especialmente hoy, no vas a hacerlo.

Y comienzo a odiarte. Te aparto de un manotazo y casi pierdes el equilibrio. Pero no, sigues en pie, y curiosamente eso me ha cabreado aún más.

En este momento no soy yo. Soy mi rabia, mi ira y mi odio. Y todo lo voy a descargar contra ti. Has dejado de hablar y has empezado a ser consciente de lo que has hecho, de lo que me has hecho. Te acabas de percatar de que ello va a traer consecuencias.

Me miras con esa cara que me hace sentir fuerte, poderoso frente a ti. Mi cuerpo va acercándose poco a poco al tuyo, mientras tu mirada me habla. Me pides perdón, me suplicas, pero nada de eso va a hacer que deje de estar enfadado. Te respondo con mi mirada, también, que ya es tarde, que no va a ocurrir eso que pides y que voy a pasarlo en grande.

Intentas correr hacia la puerta, pero antes de que puedas siquiera dar un par de pasos agarro tu mano y, de un tirón, te tengo a pocos centímetros de mí. Con la mano que me queda libre acaricio tu cara, mientras disfruto pensando en cuántas formas podría llevar a cabo para hacerte daño. De momento me contento con un rodillazo en tu estómago, que hace que te dobles y caigas al suelo. Desde arriba, te miro riendo. Das pena. Tan sólo te he golpeado una vez y ya lloras. Eso me hace pensar en lo débil que eres, y me cabrea aún más. Me agacho para agarrar tu pelo y, tirando de él, te devuelvo a la verticalidad.

Ya no me miras. Te limitas a sollozar e intentar protegerte, siempre con tu mirada clavada en el suelo. Como si me temieras, como si yo fuera malo contigo. Y eso me encanta.

Otra patada y de nuevo al suelo. Ya no quiero tirar más de ti, así que me limito a golpearte desde arriba. Pateo tu estómago por tercera, cuarta, quinta vez. Al ver que tienes desprotegida la cara lanzo un puntapié contra ella. Tienes sangre. Me recuerdo a mí mismo que la nariz sangra de una forma muy escandalosa, y que no debe ser tan grave como parece.

Empiezas a gritar. Lloras y gritas al mismo tiempo. Eso me irrita aún más de lo que ya me irritaste antes. Me quito el calcetín del pie izquierdo y te lo meto en la boca. Pateo una vez más tu cara.

Empiezas a retorcerte, a moverte como si estuvieras loca. Te miro durante unos segundos, riéndome ante tal ridiculez. Cuando intentas levantarte te empujo y, fácilmente, caes al suelo. Tienes demasiada sangre. Me quito el otro calcetín y te limpio. Me gusta ver tu cara. Me excita.

Aprovechando que me he agachado, me pongo a horcajadas sobre ti. Intentas moverte, retorcerte una vez más. Pero sabes que no puedes conmigo, y acabas por dejar de hacerlo. En cambio, mueves tus manos, intentando arañarme, pellizcarme. Te abofeteo a modo de castigo y decido que es mejor inmovilizarte por completo, así que me acomodo de forma que tus brazos queden paralizados bajo el peso de mi cuerpo.

Vuelvo a abofetearte. Varias veces. Ya no lloras, ni gritas. Ni me miras. Tienes los ojos cerrados, bajo la hinchazón que ya empieza a notarse en tu cara. Me aburre pegarte.

Entonces se me ocurre algo. Acerco mis manos a tu cuello. Lo acaricio suavemente. Lo masajeo y poco a poco voy apretando, cada vez más, hasta que abres los ojos. Me miras como nunca lo has hecho, con esos ojos abiertos como platos, desorbitados. Te falta el aire. Lo sabes. Lo sé. Intentas balbucear algo, pero el calcetín en tu boca y la presión en la garganta hacen que sea imposible.

Vuelves a retorcerte, cada vez menos fuerte. Bajo mis piernas noto tus latidos, menos intensos por segundos, y en mi pecho noto el mío. Más rápido, más fuerte cada vez. Más vivo.

Y por fin dejas de moverte, de intentar pararme. Tu expresión se ha congelado. Tu mirada está rígida, inerte. Como tú.

Lentamente, voy aflojando la presión de tu cuello. Me da por pensar que si lo hubiera hecho unos segundos antes quizá seguirías viva. Pero ya no hay vuelta atrás. Acaricio tu cuello lleno de señales de mis manos para despedirme y te doy un beso en la mejilla.

Me levanto. Miro mis pies. No tengo calcetines. Me dirijo al cajón donde siempre los guardas y, al pasar por el espejo, me veo completamente manchado de sangre, con algún arañazo en la cara, los brazos y el pecho desnudo. Sonrío. Al parecer, has luchado con más fuerza de la que pensaba.

Entro en la ducha. Abro el grifo de agua fría y la dejo caer sobre mí. Empiezo a pensar en lo que he hecho y comienzo a tener una desagradable sensación de culpabilidad. Vuelvo a sentir cierta irritación, pero esta vez conmigo mismo.

Olvidando esa sensación, termino mi ducha, me visto rápidamente y salgo a la habitación. Allí sigues, atormentándome. Mirándome y culpándome con tus ojos, tu cuerpo ensangrentado y tu cuello amoratado.

Decido marcharme. Hasta que me encuentren. Cogeré la primera salida de la primera autopista. Iré hacia el primer lugar en el que no me reconozcan. Ya me da igual. Ya no estás tú…