jueves, 24 de junio de 2010

Capítulo Séptimo

Aquellos no estaban siendo buenos tiempos. Todo se escapaba de sus manos, la vida parecía una fría tela de araña que envenenaba los sentidos y ataba el alma. Qué miserable le parecía la existencia. Y cuándo creía alcanzar un mínimo instante de felicidad, sin saber muy bien por qué, la melancolía se apoderaba de su mirada. Y era entonces cuando se volvía huidiza y aparecían aquellos supuestos dolores de cabeza repentinos que le permitían encerrarse en sí misma sin que nadie preguntara por lo que realmente no le interesaba. De todas formas nadie lo hubiera comprendido.

Eran aquella casa y sus moradores, y aquellos temores fundados que le pesaban como una losa. Tenía miedo. Mucho miedo.

Hacía ya tres meses que la vida le había dado un vuelco, tres meses infernales que auguraban otros tantos de pesadilla. En aquellos tres meses su mundo se había venido abajo y no conseguía reconstruirlo o esbozar uno nuevo y mejor. Vivía sin vivir, sin encontrar un objetivo, pues todos los que hasta entonces había tenido le parecían demasiado lejanos o habían perdido su importancia. Y qué era una persona sin nada que defender, sin algo por lo que luchar. Tenía sueños, sí, pero no encontraba la forma de hacerlos realidad y, al ver perdida su antigua vida y contemplar lo que el destino parecía disponerle, no era capaz de descubrir por dónde empezar de nuevo y en qué apoyarse para tomar un impulso y lanzarse a vivir. Se encontraba parada en el camino, sin mirar atrás pero tampoco hacia delante, desorientada, los problemas le impedían ver y no se atrevía a dar pasos a ciegas. Así, se había parado buscando el modo de reemprender la marcha. Pero si no veía un claro objetivo no podría tomar un rumbo.

Sólo tenía algo claro, tenía que salir de aquella casa o perdería la cordura. Había perdido su hogar, sus refugios, aquel edificio al que se había visto obligada a trasladarse no se había convertido más que en un símbolo que representaba todos y cada uno de sus problemas. Sabía que no por abandonar aquella casa dejaría atrás todos sus pesares pero se sentiría mucho mejor, sin duda. Detestaba cada losa, cada muro, cada pilar. Los pasillos fríos y solitarios, el maldito sistema de tuberías desgastado por los años, hasta el agua que salía por aquellos grifos mohosos y la mugre que se aferraba a los muebles y que parecía no desaparecer por más que se limpiaran. Y el olor. La ponía enferma. Aquel olor que impregnaba cada una de las habitaciones, que invadía sus pulmones y que parecía adherirse a su ropa y a su piel. Olor a viejo, a miseria, a enfermedad y a muerte. Cómo lo detestaba. Y el ruido, en aquella casa nunca había silencio. Siempre se oían quejas, lamentos, aquel fantasmal reloj de pared dando la hora, pies que se arrastraban sin apenas fuerza sobre las losas. No, la casa no estaba encantada, no era el escenario de una historia de fantasmas y almas en pena, aunque podría haberlo sido. Posiblemente hubiera sido más agradable descubrir a un espíritu tocando el piano en una habitación siniestra alumbrada por candelabros. Pero todo lo que había en aquella casa era real, y eso era lo más triste. Descubrir a una de las personas más inteligentes que nunca había conocido agonizar en un sillón frente a un hombre anciano al que casi no podía reconocer, siempre cegado por su egoísmo. Una llamando a voces a la muerte, deseando perderse en el infinito, no sentir más. El otro sin percatarse apenas, con la mirada baja, repasando las cifras de cada factura, buscando el más mínimo error, una y otra vez.

Nunca había deseado la muerte a nadie, nunca, hasta entonces. Se preguntaba a menudo por qué aquella mujer que agonizaba sentada en un sillón no moría de una vez. Y aquel deseo no era para zafarse de todos los problemas que traía consigo, es que creía ser la única en aquella maldita casa que realmente comprendía su agonía. ¡Cuántas veces le había dicho que cuando no se valiera por sí misma preferiría estar muerta! ¡Cuántas había suplicado a su dios desde que comenzaran aquellos tres meses que le arrebatara la vida! Nadie comprendía aquel afán, debería ser agradecida, decían, pues había gente a su alrededor que la cuidaba y la quería. Tal vez era eso a lo que todos aspiraban, a que alguien los cuidara de viejos y ser el centro de atención. Todos menos aquella mujer que agonizaba en un sillón y su nieta que la contemplaba en silencio desde la puerta cuando nadie la veía y que también hubiera preferido la muerte antes que estar allí sentada, sin valerse por sí misma. No le habían dicho a su abuela qué le ocurría, si de todas formas se olvidaba de las cosas en unos minutos. Pero aquella mujer que perdía la memoria y la noción del tiempo y la orientación, sabía perfectamente que se estaba muriendo. Lo decía a menudo: -Yo me estoy muriendo, ya lo veréis, estoy peor de lo que todos pensáis.- Aquella era toda la conversación que era capaz de mantener. Que había sido capaz de mantener. Ya casi nunca hablaba y si lo hacía era para balbucear palabras sin sentido. Su nieta, de vez en cuando, se sentaba a su lado y le daba la mano. Miraba a su abuelo con reproche y dirigía las miradas más dulces que nunca había dedicado a nadie a aquella mujer que era poco más que huesos y pellejo que apenas era capaz de ocultar las venas.


Chío Beloki

miércoles, 16 de junio de 2010

Capítulo Sexto

- [...] y yo no puedo estudiar ahora hasta que no me compre un rotulador verde, y todo está cerrado aún.
-¿Verde? ¿Por qué verde?
-¡Porque el verde es el color de la esperanza! Y el verde relaja y es bueno para la vista, y verde que te quiero verde, las aceitunas son verdes, y verde el campo, verdes las hojas de hierba y las de los árboles, verdes son los olivos, los tallos de las más hermosas flores, verde es mi adorado sofá (al que me veré obligada a abandonar el curso que viene) y verdes son los muebles del salón, verdes son tu mente, mi mente...
-Mi mente no es verde.
-No lo dudes.
-Odio el verde. Mi mente es roja. Estoy segura.

viernes, 11 de junio de 2010

Capítulo Quinto

Se sentó en el asiento trasero de aquel coche polvoriento que tan familiar le era. Le esperaba un viaje no tan largo en minutos como se le hacía en su mente al pensar que el tiempo que le quedaba en ese automóvil iba a tener que oír aquella voz que tan pesada le resultaba. Se le antojaba desagradable, como un chirrido. Si al menos las palabras tuviesen algo… algo que no resultase vacío, algo que le interesara… pero no era así. Se limito a saludar con un simple “hola”, ni muy alto ni muy bajo, lo suficientemente audible como para parecer cortés sin llegar a mostrar entusiasmo.

Se resignó y pensó que podría dar rienda suelta a su imaginación, como cada noche hacía antes de dormirse, pero entre sus deseos hechos realidad en su insensata mente se colaban ruidos pertenecientes al chirrido que procedía de esa voz. Acabó por irritarse, y, como siempre, se dio por vencida y fijó la vista en las líneas discontinuas dibujadas en la carretera. Comenzó a escuchar las palabras que salían de la estridente voz, que siguieron antojándosele absurdas. Le entraron ganas de pedirle que se callara, o de poner la música del coche a todo volumen. Se rio silenciosamente ante esa idea e, inconscientemente levantó la cabeza. Entonces lo vio.

Nubes de todas las formas y colores inundaban el cielo de vida. Eran alargadas, redondeadas, con sombras, tonos azulados, anaranjados… imaginó a un pintor intentando plasmar esa imagen, lo creyó imposible. Jamás había visto tantos colores, tantos juegos de luces y sombras. Las nubes bailaban con el viento, la luz tenue del sol del atardecer las alumbraba mágicamente.

De repente dejó de oír. Su cuerpo se había concentrado tan sólo en un sentido: el de la vista. Por primera vez ese día sintió una pequeña punzada de felicidad, que le llegó en forma de escalofrío. Sus ojos dejaron de reflejar ese halo de tristeza para mostrar ilusión. Lástima que tan sólo pudiese apreciarlo el cristal de la ventanilla del coche.

Había llovido durante todo el día. Pero había merecido la pena si el resultado era aquel. De repente, el coche paró, la dueña de la voz chirriante se bajó y todo volvió a la normalidad. Ya en el asiento del copiloto, con la mirada melancólica de siempre, Irene se atrevió a pensar que el gris de las nubes de ese día había ido a parar a su cabeza.

Porti

Capítulo Cuarto

-Todavía estoy comiendome la cabeza, intentando poner mis propias ideas en orden.
-¿Entrópica andas? ¿Qué le pasa a tus ideas? ¿Aumenta la probabilidad de desorden?
-Sí, eso me temo, siempre ando entrópica. Aunque intento llevar el caos al orden. Pero es un poco difícil. La entropía en mi cabeza es demasiado amplia para poder sacar la información acertada.
-Claro, es que tienes un cerebro enorme con lo cual, al haber más información, hay más probabilidad de desorden.
-No tengo un cerebro enorme, tengo mucha morralla, que es otra cosa. Sí, la posibilidad de desorden es muy amplia, al contrario que la posibilidad de orden, que por cierto, es cada vez más alejada.
-Siempre lo fue en ti...
-Sí, siempre. El caos siempre imperará.

miércoles, 9 de junio de 2010

Capítulo Tercero

Aterrada. Salió de clase tan temerosa de escuchar su voz, sólo de escuchar su voz, que poco le faltó para correr por las escaleras rumbo a la salida. El corazón le palpitaba con fuerza, también la sien, le temblaban las manos. No hubiera sabido explicar por qué. No hubiera sido capaz de encontrar una razón lógica a su actitud y su miedo. Casi se abalanzó sobre la bicicleta, en aquel mismo lugar en que el día anterior él la había asaltado con una banal excusa, la había entretenido, envenenado, había conseguido una cita y la había dejado ir confusa hacia un incierto destino. Ahora ese destino se dibujaba con claridad, no podría amarlo nunca, y prefería rehuirlo, destruir con la indiferencia sus vanas ilusiones, demoler los cimientos de aquel amor esperando que el tiempo remendara un corazón destruido. Temblando, sin acertar apenas, consiguió liberar de los candados la bicicleta, lanzó a la cesta la mochila y se montó. Pedaleó con ímpetu alejándose de su risa, de sus ojos, de su voz y sus palabras. No fue capaz de mirar hacia atrás, temía encontrar su mirada interrogante, una súplica, escuchar su propio nombre salido de sus labios. No se detuvo ni un sólo instante, el cuello rígido, sus manos aún temblaban mientras aferraban con fuerza el manillar. Se sentía perseguida; era de nuevo aquel temor que la asaltaba en sus pesadillas, la terrible sensación de ser perseguida y no ser capaz de volver la cabeza, de parar y hacer frente. Su corazón palpitaba con violencia, más aún al relacionar de repente sus sueños con la realidad. ¿A qué temía? ¿Era al amor? ¿Era tal vez miedo a fracasar? No acertaba a comprender el por qué de aquel miedo irracional.


Chío Beloki

martes, 8 de junio de 2010

Capitulo Segundo

No sabía quién vivía en el ático, lo cierto era que tan sólo en una ocasión escuchó cierto ruido venido de él, tal vez estuviera habitado por fantasmas, se dijo primero, pero ella no creía en los fantasmas y buscó algo mejor.
Rápidamente, inventó la historia de un misterioso asesino que se escondía allí y contemplaba la ciudad por las noches, desde la terraza. Imaginarse a un hombre de rostro demacrado destripando en aquel ático a sus inocentes víctimas le pareció pronto demasiado cruel, era capaz de ver la sangre resbalando por las paredes, atravesando su techo y tintando las de su propia habitación.
Prefirió entonces evocar un rostro dulce, hermoso, apagado por la soledad. Un hombre que por alguna causa trascendental había preferido refugiarse del mundo real, esconderse incluso de sí mismo. De nuevo lo situaba en la terraza, contemplando la ciudad a sus pies, tal vez imaginándose a sí mismo en la acera, los sesos desparramados, y sabiendo que ni siquiera así sorprendería a los viandantes. Este hombre, propenso a la autocomplacencia, era sin duda pintor, o escritor, ambas cosas a la vez. Expresaba sobre lienzo y papel lo que a nadie se atrevia a confesar. Un romántico del siglo XXI, cercano a acabar con su vida tras crueles desengaños en el amor y la política, un Larra no reconocido.
Cuando se hubo convencido de que un hombre misterioso y romántico habitaba sobre su cabeza, se dijo a sí misma que quería conocerlo. En pequeño gesto altruista se propuso compartir con él la melancolía y espantar la soledad. Así, un día cualquiera, sin apenas darse cuenta, subió una planta más que de costumbre y se encontró ante la puerta cerrada del ático, con una mochila al hombro y un libro entre las manos.

Chío Beloki

lunes, 7 de junio de 2010