sábado, 8 de octubre de 2011

Vorágine

Llevo días intentando ordenar el caos que se ha formado en mi cabeza. Dicen que esto es el principio del fin. Un desorden que más tarde traerá una calma a mi vida que llevo años sin conocer. Esto es un cambio –a mejor, se supone- que debí hacer mucho tiempo atrás, un cambio de algo que quizá, o con toda seguridad, debí haber evitado.

Estuve cómoda, aparentemente, viviendo bajo esa sensación de adormecimiento que provocan ciertas formas de sentir. Ni siquiera sabría explicar con exactitud en qué me ha convertido todo ello. Tanto tiempo yendo a ras del suelo, y cuando las rozaduras de mi piel se hacen postillas, lejos de curarme por completo, me veo capaz de volver a arrastrarme, manchando mi ropa, arrancando de nuevo las heridas.

Y todo esto es lo que soy ahora. Una sombra. Un espejismo de alguien que debía ser por miedo, pánico a perder lo que ni siquiera he tenido nunca.

Porque no, no he tenido nada de lo que una vez –o varias- llegué a soñar. Y no, no puedo seguir engañándome pensando que los restos del banquete pueden acabar con el vacío de mi estómago. Jamás será así.

Lo cierto es que nunca he sabido manejar demasiado bien el tema de la frustración. Y resulta que, paradójicamente, siempre ha convivido conmigo de algún modo.

Y ahora, si me permites, me dirigiré a ti, persona real o imaginaria que quizá –y puede que sea mejor así- nunca lea estas palabras, para decirte que, sin quererlo, te hice responsable de todo esto.

Si en algún momento nuestras numerosas diferencias nos unieron, hoy hacen insalvable para mí el estrecho que muchas veces nos separó. Siempre he tenido la sensación de nadar a contracorriente, de tirar de una cuerda infinita, buscando el otro extremo en el que, se suponía, debías estar tú. Pero hoy me dejo llevar por las aguas. Y aún no sé por qué, simplemente me he limitado a dejar de mover mis brazos. Sólo mis piernas me mantienen a flote, en un ultimísimo intento de salvación. Porque la corriente tira de mí, y aún a veces se me hace imposible no luchar. El agua entra en mis pulmones, recordándome, con cada gota, que mi cuerpo va alejándose de la superficie.

Y es que tal vez deba sumergirme. Tocar fondo puede ser la solución. Se supone que, en ese caso, una mano amiga vendrá a salvarme. Pero, sinceramente, y con toda tristeza, te digo que ya no espero que sea la tuya. En realidad no puedo asegurar que quiera que lo sea. Pensándolo fríamente, deseo con todas mis fuerzas extender mi brazo y encontrar un tacto diferente al que he estado esperando tanto tiempo. Nunca fue tu fuerte salvar vidas. Tampoco puedo decir que hayas hundido mi cabeza bajo el agua –no al menos en agua salada-.

Y quizá te preguntes –si es que te preguntas algo y no estás pensando en cualquier otra cosa ajena a este escrito que lees letra tras letra, palabra tras palabra, como si de recitar se tratase- qué ha cambiado. Desde luego no has sido tú. Lo que más daño hace, lo que más me escuece de todo esto es darme cuenta de que no has cambiado en absoluto. Simplemente no te vi, y por eso debí quererte. Ahora que te veo, ahora que los aspectos menos atractivos de ti salen a flote, sólo puedo decir que te quiero más que nunca, aunque eso sólo signifique que mañana te querré menos que hoy.

Hace poco tiempo me di cuenta de que yo también soy egoísta. Me refiero a que lo soy más que tú –más que todos, si cabe-. Ya sabes cómo funciona esto: yo antes. En realidad, nunca ha dejado de ser así para mí.

Me explicaré: dejé que entraras tan dentro que llegaste a convertirte en una parte de mí –si no un todo- completamente independiente de las otras. Dominaste desde dentro mi carácter, mi propia personalidad. Te adentraste tanto que llegaste a modificar por completo la esencia de lo que soy.

Yo nunca he tenido demasiado carácter, pero ahora me doy cuenta de que en realidad nunca he podido comprobarlo con seguridad, pues siempre ha habido algo externo que me ha dominado. Y hoy no quiero que sea así. Soy metamorfosis. Soy mutación. Y no cambia mi aspecto, no cambian mi voz ni mis gestos, ni siquiera cambia el afecto que siento por ti –no de momento-. Cambia esa parte de mí que llegó a convertirse en ti y a dirigir mi vida. Cambia el concepto de ti que se creó dentro de mí. Ahora puedo verte tal y como eres. Y, aunque las transformaciones no son físicas, aunque lo único que puedo afirmar que cambie –dicho de la forma más simple e incompleta que se me ocurre- es la concepción que tengo de ti, duele. Duele demasiado. Y aún a veces me aferro a la que un día pensé que serías, que eras. Porque, al descubrirte te he perdido. He perdido la parte de ti que me hacía sentir que de verdad era afortunada. Y a cambio, me he topado con la parte que ojalá no fueras.

Pero no puedo evitar seguir echándote de menos. Y aunque sea lo que trato de evitar a toda costa, todavía, cuando te mueves a mi alrededor y tu olor llega vagamente hasta mí, o cuando simplemente cierro los ojos y lo recuerdo, y de verdad puedo sentirlo, seas quien seas, crea o no conocerte, me odies o me eches de menos –siempre en secreto-, yo aprieto la mandíbula, pestañeo varias veces y me sumerjo de nuevo en ti, deseando que pase ese momento. Y, sin embargo, es entonces cuando descubro que es ahora cuando puedo deshacerme del peso que supone todo esto para mí, pues no extraño lo que soy contigo, sino lo que fui antes de conocerte.