miércoles, 25 de julio de 2012

Capítulo cuarenta y seis. Quiero ser una canción.


Cierro los ojos y mojo mi camiseta sin querer. Deseo con todas mis fuerzas ser la canción que suena a todo volumen en mis oídos. Lo deseo tanto que creo conseguirlo durante unos instantes. Si lo fuera, si yo pudiera ser canción, cualquiera podría escucharme, cerrando los ojos, como yo, sonriendo sin querer quizá, disfrutando de mí tal vez –quién sabe-, deseando que ese momento durase eternamente. Si fuera la canción que oigo ahora mismo, viviría desahogándome con cada nota. Ojalá me hubiese compuesto alguien. Ojalá tuviera algo que decir, un mensaje oculto o manifiesto y unos oyentes entusiastas dispuestos a desvelarlo escucha tras escucha.

La música suena en mis oídos tan fuerte que duele. Y me cuesta escribir estas líneas. Las palabras de mi mente se mezclan con las de la canción que oigo una y otra vez, sin parar. Pero las prefiero a cualquier silencio indoloro, inocuo. Inerte.

A veces sonrío, otras lloro. Melodía dura, voz de caramelo. Agrio y dulce. Maldita ironía. Qué difícil se hace querer escapar de algo que no me gusta pero a lo que me siento completamente atada. Y me pregunto en qué momento firmé un contrato de permanencia y por qué no quiero romperlo. Las pastillas. La ventana. La maldita ventana de mi habitación. Las cuchillas mal afiladas u oxidadas se convierten en una opción. Y me vuelvo tristemente cobarde. Tan débil es mi cobardía que ni fuerzas me da para ganar un segundo de valentía que me permita salir por la puerta de atrás.

Tengo la desagradable sensación de que todo sabe mal desde que nací. Y ya comienza a escocer demasiado. Mi vida se desmorona y te quiero. Sé que cualquiera que me conozca podría reírse de estas palabras. Pero es porque no soy canción. Nadie se detendrá a escucharme, nadie descifrará jamás mis acordes, intentará llegar a mis agudos o tratará de aprender mi letra.

La vida me mira. Se para delante de mí y me observa con una miserable sonrisa de suficiencia. Se sabe vencedora. Y yo la dejo. ¿Importa acaso lo que piense?

Necesito estallar. Lo sé, tengo que hacer algo. Millones de planes se instalaron no hace mucho en mi cabeza y rondan aún por ella. Vagan sin rumbo fijo. Como cualquier cosa en mi vida, sé que ninguno de ellos llegará a término.

Pero quise ser. Y quiero ser. Necesito ser. Dios, lo necesito de veras. Pero, ¿qué soy? Tengo que averiguarlo. Algún día daré conmigo misma. Y con esta frase de consuelo pasan los días, se acumulan en cientos. Con esta frase llevo años consolándome, entre chocolate y vicios algo más salados, en un estado de ansiedad catatónica que no me deja dormir durante noches eternas y que me hace soñar, siempre de día, siempre despierta, perdiendo el tiempo que se va y esperando el momento que no llega, y que sigo esperando. Porque de eso se trata mi vida, de esperar.

Y como dice la canción que escuché hace no mucho, “Algo pasará…”.

Pero, ¿y si no pasa?