domingo, 27 de febrero de 2011

Capítulo treinta y tres

Hoy tomé un viejo libro entre mis manos, escrito en francés, que me estoy leyendo poco a poco: Les mains sales, de Jean Paul Sartre. Dado mi escaso dominio del idioma me está llevando bastante tiempo, pero hoy no tomé el libro para avanzar un poco más por sus páginas ásperas y quebradizas. Fue el vago recuerdo de que el libro fue comprado en esta misma ciudad hace ya treinta y tres años, según la fecha que en una de sus primeras páginas escribió mi tía el día en que se hizo con él. En la página anterior, un sello, referencia de la librería en que fue adquirido: LIBRERÍA MONTPARNASSE Calle Don Remondo, 3. Sevilla. Es esto lo que recordé antes de tomarlo entre mis manos y volver a buscar, extrañamente excitada, el sello azul. Bajo la calle, un número de teléfono.

Desde que vine, hace apenas tres semanas, he procurado fundirme en las calles con los muros y caminar despacio, perdiéndome, admirando los rincones más hermosos que he encontrado a mi paso, buscando lugares mágicos; he contemplado admirada el Guadalquivir, a él me he asomado desde el puente de Triana y he sonreído al escuchar a artistas callejeros cerca de la Catedral. Me dije a mí misma que una librería, una pequeña librería casi a la sombra de La Giralda, con libros traídos de Francia, un pequeño templo del saber en pleno corazón de la ciudad, debía de ser un lugar especial.

Movida por la curiosidad, metí el libro en la mochila, pensando tal vez en lo curioso que hubiera sido encontrarme en el mismo lugar que mi tía, con un mismo libro entre las manos, treinta y tres años después. Cogí la bicicleta y me eché a la calle especialmente inquieta y excitada. Tras media hora de pedaleo llegué a la calle Don Remondo, frente a La Giralda. Se apoderó de mí la desazón sin verdadero motivo al descubrir que en el número tres de aquella calle no había ni rastro de librería alguna; en su lugar, una tienda de jabones aromáticos, aceites y medicina alternativa abría sus puertas. Paré frente al cristal preguntándome si realmente había esperado encontrar la librería abierta tras tantos años.

Observé mi reflejo, un pobre fantasma abatido sosteniendo una bicicleta y un libro entre las manos, y haciendo un esfuerzo imaginativo situé unas estanterías al otro lado del cristal y un dependiente (nunca averiguaré si era hombre o mujer) que abandona el mostrador para aconsejar a una estudiante sobre sus lecturas. La dependienta de la tienda actual me lanzó una mirada furtiva y comprendí que era hora de marchar. Guardé el libro y monté en la bicicleta, pensando que tal vez yo debía ser quien hiciera suya la ciudad, cubrirla de recuerdos propios y no ajenos. Ciertamente no pensaba así, era uno de los primeros golpes que me daba el tiempo.


Sevilla, Octubre del 2009

sábado, 26 de febrero de 2011

Capítulo treinta y dos

Miradme. ¿No soy acaso la viva imagen de un despojo? ¿No soy yo quizá nada más que los restos de lo que algún día fui o pude llegar a ser?

Sentidme. Nada en mi interior. Soy un espectro. Un cuerpo vacío, impreciso, exento de valor. Roto.

Quemadme. Quemadme viva. No dolerá ni la mitad de lo que duele ahora. No asfixiará tanto el humo como el vacío que tanto pesa dentro de mí.

Déjame. Hazte a un lado en mi lugar. No necesito odiarte, tan sólo odio necesitarte. Hazme daño. Desencántame.


No quiero ser. No quiero ayuda. Ayudadme.

domingo, 20 de febrero de 2011

Capítulo treinta y uno

Conversación difícil. Final extraño. Armisticio en forma de abrazo que le supo increíblemente bien, realmente perfecto.

Por un segundo abrió los ojos dentro de aquel abrazo que estaba durando más de lo estrictamente necesario. Apenas acertó a ver una calle vacía, unos transeúntes invisibles que dejaron de existir para él en ese momento en el que agarró la mano de ella para estrecharla contra sí. Todo se le hizo borroso, ajeno e inservible. No importaba, no en ese instante en el que ella estaba allí.

Y de repente todo pareció mejor. Más fácil, más bonito. Más brillante. Estaba cerca. Extremadamente cerca. Como a él más le gustaba. Estaba entre sus brazos. Y, aunque sabía que jamás podría aspirar a más, en ese momento sintió que no necesitaba ese más. Y la apretó con fuerza, dejando atrás el miedo a resultar asfixiante, demostrándole con ello todo lo que ella ya sabía.

Que la quería.

sábado, 19 de febrero de 2011

Capítulo Treinta

-¿Qué tal estás esta mañana?

Levanto la mirada y observo a la hermosa mujer que me sonríe desde la puerta. Tengo grabadas en la piel la suavidad de sus manos, su sonrisa y su trasero en mis ojos, y la exactitud de sus curvas, sus hermosos pechos, sus muslos desnudos y sin duda suaves en la imaginación. La observo atento cada vez que aparece, estudio todos sus gestos, me aseguro de que el lunar de su mejilla no cambió de sitio, le pido siempre que bese mi frente para cerciorarme de que sus labios son los de ayer, que nadie los ha gastado. Procuro desnudarla cuando me da la espalda para abrir la ventana, y entonces, con los rayos de sol entrando a raudales en la habitación, rodeándola y resaltando su figura, me deleito imaginando besar su cuello pálido y esbelto.

Cuando ella se vuelve de nuevo me asegura que hace un día estupendo, que el desayuno ya está listo y trae las galletas que tanto me gustan, que hoy hay fútbol, y podré verlo en el salón con los demás. Me dice que estaría bien que saliera un rato del edificio, que paseara por el jardín y me expusiera al sol de vez en cuando. Y yo, como siempre, le pido que sea ella quien me acompañe, quien se siente conmigo en los bancos de piedra del jardín, quien me de la mano.

Como siempre, ella no puede saber si me acompañará o no, pero ésta vez me acaricia la mejilla y me mira a los ojos, -mis ojos ya no son hermosos como los suyos- y me dice, con su voz de terciopelo, que lo intentará.

Cuando se va soy yo quien se incorpora con dificultad y se aproxima a la ventana, apoyado en todos los objetos que encuentro a mi paso. Me aseguro de que hace un día estupendo, espero el desayuno, hago un esfuerzo por recordar cuál es el partido de hoy. Pienso que tal vez estaría bien salir a dar un paseo, tomar el sol rejuvenecedor de la mañana, darle la mano a una hermosa mujer.

Me doy la vuelta y el espejo me devuelve el reflejo de un hombre gastado por los años, torpe, arrugado, encorvado. Y es entonces cuando ya no quiero esperar el desayuno, porque me cansé de ser servido, ni ver el fútbol si no es en un bar, ni dar un paseo si no es en la calle, ni darle la mano a una hermosa mujer si es la compasión la que a mi la une.

Pero la sensación dura apenas un instante, hasta que ella vuelve a entrar y me abandono a la torpeza y la inutilidad, aceptando sin rencor los estragos del tiempo, mientras manos suaves y pálidas me desnudan y me vuelven a vestir. Mi imaginación echa a volar, el tiempo procura que no quede mal.


Chío Beloki