miércoles, 20 de julio de 2011

Capítulo cuarenta.

Mil palabras repletas de sílabas difíciles de pronunciar revolotean por mi cabeza cobrando sentido a un ritmo más lento del que me gustaría. A estas horas de la tarde apenas entra el sol por la ventana. Los garabatos que escribo en el folio que los sufre empiezan a aparecerse ante mis ojos borrosos, confusos, como si hubiera deslizado mis dedos sobre ellos para emborronarlos.

Me levanto con pesadez de mi asiento, y antes de subir la persiana que impide a los últimos rayos de sol pasarse por mis apuntes echo un vistazo despistado hacia lo que hay más allá de mi estancia. Es entonces cuando lo veo.

Cuando te veo.

Y todos mis sentidos se agudizan al instante. Las risas lejanas e incómodas que se colaban entre mis intentos de concentración adquieren un significado. Se vuelven intensas, cargadas de encanto y belleza. Mi vista se concentra en una sola cosa: tú. Mis ojos te siguen, moviéndote tras el balón con gracia y con una perfecta y femenina elegancia escondida bajo esa camiseta deportiva que tan bien te sienta y esos pantalones que dejan tus rodillas al descubierto. De vez en cuando, el viento sopla, permitiendo que tu camiseta se pegue a tu piel, silueteando las curvas que tanto te empeñas en disimular. A veces, entre saltos, toques de balón y más risas, los pantalones muestran algo más que una rodilla, y el aire entra por debajo. Y entonces, estoy segura, se te eriza la piel, y el poco vello que te cubre, suave, siempre suave, me atrevo a imaginar, se despega de ti, ansioso por volver a su sitio, lo sé.

Decido dejar la persiana tal y como está. Te miraré un rato más mientras sonrío e imagino que eres tú quien algún día me querrá. Por un momento pienso y me permito convencerme de que serás tú la que llegue a mi vida para hacerla más fácil. Empiezo a soñar despierta, a crear situaciones imaginarias. Tú, siempre tú y yo. Yo te observo, tú me descubres y me miras. Me conoces, yo ya te conocí hace tiempo. Me quieres, yo te he querido siempre. Si supieras cuánto tiempo te he estado esperando, cuántas veces te he buscado… ¿Dónde estabas? ¿Qué has hecho para aparecer justo hoy bajo mi casa? Dame la mano, vamos a ser felices…

sábado, 16 de julio de 2011

Capítulo treinta y nueve. Uno, dos, tres...

Uno.

Es mi casa. A veces desordenada, a veces perfecta. Otras simplemente deshabitada. Hueles a hogar, a limpio, a dulce y amable cuando quieres, y a dolor algunas veces.

Dos.

No es mi hogar, pero soy su mejor invitado. Nuevo. Confuso y disperso: extraño. Me siento bien. Me haces sentir bien. Hueles a sol y sombra; calor y frío te habitan en cuestión de segundos.

Tres.

No es casa, ni siquiera invita. Simplemente se limita a ser. Eres todo lo que me divierte, me deleita y me fascina. Si fueras casa serías sucia, húmeda y oscura. Hueles a delito, a curiosidad y a desastre.

Tres.

Pero ante todo risas. Una sonrisa que se escapa oyendo hablar. Todas las conversaciones tecleadas sobre nada y todas las miradas cómplices en silencio entre papeles llenos de palabras inconexas y latas sin chapa de bebidas que te abren los ojos.

Dos.

Y sabe a ternura. Sabe a respeto y a miradas de cariño y desafío. Tardes que acaban a oscuras y se hacen extremadamente cortas, confesiones que unen y que suman poco a poco y a pasos agigantados piedras al muro del afecto.

Uno.

Y será siempre casa. Las tardes con bolígrafos en la mano olvidando a quien está en la tarima, las llamadas que se cobran unos minutos de más o las mil diferencias que separan la cuerda elástica que luego tira con fuerza y vuelve a unir. Sabe a casa. Sabe a hogar.