sábado, 16 de julio de 2011

Capítulo treinta y nueve. Uno, dos, tres...

Uno.

Es mi casa. A veces desordenada, a veces perfecta. Otras simplemente deshabitada. Hueles a hogar, a limpio, a dulce y amable cuando quieres, y a dolor algunas veces.

Dos.

No es mi hogar, pero soy su mejor invitado. Nuevo. Confuso y disperso: extraño. Me siento bien. Me haces sentir bien. Hueles a sol y sombra; calor y frío te habitan en cuestión de segundos.

Tres.

No es casa, ni siquiera invita. Simplemente se limita a ser. Eres todo lo que me divierte, me deleita y me fascina. Si fueras casa serías sucia, húmeda y oscura. Hueles a delito, a curiosidad y a desastre.

Tres.

Pero ante todo risas. Una sonrisa que se escapa oyendo hablar. Todas las conversaciones tecleadas sobre nada y todas las miradas cómplices en silencio entre papeles llenos de palabras inconexas y latas sin chapa de bebidas que te abren los ojos.

Dos.

Y sabe a ternura. Sabe a respeto y a miradas de cariño y desafío. Tardes que acaban a oscuras y se hacen extremadamente cortas, confesiones que unen y que suman poco a poco y a pasos agigantados piedras al muro del afecto.

Uno.

Y será siempre casa. Las tardes con bolígrafos en la mano olvidando a quien está en la tarima, las llamadas que se cobran unos minutos de más o las mil diferencias que separan la cuerda elástica que luego tira con fuerza y vuelve a unir. Sabe a casa. Sabe a hogar.

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