viernes, 9 de diciembre de 2011

Capítulo cuarenta y tres.

He restado 365 multiplicado por dos y me faltan días para el hoy.

Durante un tiempo pude llegar a ser otra persona. Me gusté y detesté, todo a una. Nunca dejé de sentirme más y mejor, más y peor allí donde lo más parecido a querer se acercó tímidamente a mi vida.

A veces caigo en la trampa y evoco el tacto de mis dedos en tu palma, en la arena, haciendo círculos mientras el sol se despide hasta mañana y el cielo deja –durante un rato- de ser azul.

Ahora soy el desastre total. La destrucción de mí misma. Soy las ruinas de ese proyecto sin acabar que alguna vez pudo ser rascacielos –y que comenzaste tú-.

Y luego recuerdo que jamás tuvimos una puesta de sol –mea culpa-.

Entonces solo puedo imaginarme en un viejo colchón sin sábanas, fumando un cigarrillo liado con prisas y con la luz apagada para sentirme menos acompañada, con la ansiedad de quien se sabe sucia cuando piensa con la cabeza por primera vez en un rato. Mirando en la oscuridad hacia la ventana. Intentando con todas mis fuerzas que la vista me abandone para no ver lo que he hecho, para no girar mi cuello y encontrarme con todo lo que no eres tú.

Porque yo misma me he encerrado en la más triste de las ironías de mi vida. Porque si alguna vez no pude seguir tu ritmo sin arañarnos hacia dentro y hacia fuera hoy no puedo hacer más que compararte con cada error de mis noches. Los que se escapan de mis labios –o mi sensatez- y los que siempre quedarán entre dos. Los que sabes y los que no sabes. Los que ocurren en compañía y los que llego a cometer sin ayuda de nadie -aunque quizá estos últimos no sean errores, y tu recuerdo no sea el mismo-.

Ya me entiendes.

Tú miras fotos. Yo las recuerdo sin verlas siquiera. Pero a veces las miro. Lo hago. Busco ese momento en el que levantabas los cimientos de mí, antes de que me fuera con el cemento aún húmedo, dejándote las manos manchadas.

Ojalá no te hubiera manchado.

Yo creí que llevaba guantes.

Lo cierto es que hace poco –y no tan poco- me he dado cuenta de que no ando precisamente limpia de eso que acabó por falta de ilusión, por la maldita dispersión de sentimientos que no convergían en ti. Con el tiempo he llegado a suponer que fuiste mucho más que la primera probeta de experimentos de lo que de verdad soy -o eso creo-.

A veces me dejo llevar por ese pequeño lugar que odié y siento de que después de tantas puestas de sol a solas antes –y después- de conocerte, eres lo único que de verdad pudo llenarme.

Y por eso, por lo fugaz que fue, por el poco valor que concedí a una historia que quizá no hubiera estado condenada a la quema, en algún momento me he permitido imaginar que volvía para hacer las cosas como debía, para regalarnos esa puesta de sol que jamás tuvimos, esa comida en tu casa a la que nunca fui o esa noche con velas, y más tarde -o temprano- café y tostadas que debió ser la última, o simplemente ser.