lunes, 29 de octubre de 2012

Capítulo cincuenta. Egodomingo, egohorizonte, ego(en)sueño. Egoquimera


Los domingos por la tarde hace unas ganas inmensas de no existir. El sol, bajo un cielo que parece una grandiosa paleta de algún pintor impresionista, se pone en cualquier horizonte al que jamás alcanzarán mis ojos desde aquí, tan lejos, tan lejos del final.

‘Ahora o nunca’, me digo en ocasiones cuando, caminando junto al río al que tantas veces escapo buscando un mar inmenso, recuerdo la hermosa línea que lo separa del cielo en un momento que jamás podré amar con tanta intensidad como cuando lo vivo, respirando su olor, sintiendo su contraste dentro de mí, creyéndome capaz de hacerlo mío, de serlo de veras. 

¿Cómo llegar a rozarte siquiera si para conseguirlo tengo que convertirme en el horizonte que nunca advierto ahora? 

Sin haberte tenido te extraño los lunes, y también los martes, y así durante cada día de la semana –algo menos las noches de alcohol y risas si son banales-. Pero es la delgada y asfixiante línea del horizonte que tan poco me gusta cuando se convierte en domingo la que une y separa como mar y cielo de un modo desesperadamente cruel el pausado y breve delirio de la cordura frenética e interminable, y arranca a jirones el poso de aire limpio que a veces conservo tras respirar hondo. Hay momentos en los que te deseo tanto que el mundo se hace irrespirable. Ay, cómo duele, cómo duele un domingo, respirar.

Y cuando la noche cae… se acerca, llega el momento anhelado. A veces sin sueño y a oscuras me aferro con fuerza a mi almohada y le cuento en silencio cosas de ti. Te bosquejo ante ella. Sé cómo eres a la perfección. Me transformo en el genio infalible y descifro la fórmula que me encamina sin mentir hacia la triste realidad: que ni mil veces mi presente se acercará remotamente a una pequeñísima migaja de tu dicha. Que jamás seré tu fragmento, que nunca formarás parte de mí.

El abandono al dulzor del ron que una vez habitó mi frágil vasito de cristal se vuelve una opción. Pero no es la perfecta si mis labios prueban el excitante y amargo aroma que, cual ginebra corriente, despides sin pestañear cuando noche tras noche te dibujo ante esa almohada a la que llamé confidente sin saberlo hace ya más tiempo del que quisiera admitir.

Las cadenas me reprimen, me atan durante esas noches de vigilia y ensueño. Te deseo tanto que la impotencia es desgarradora y amenaza con aumentar a cada inspiración. Cómo dueles; cuánto si respiro un domingo creyendo que eres el oxígeno y descubro que tan solo eres el humo. Porque a veces dudo de si el peor deseo, el más sufrido y perverso, es el que existe hacia una persona. Porque en ocasiones tengo la absoluta y efímera certeza de que anhelarte a ti es cuasi pecado. Tú, que ni persona eres, ni te conozco ni te he vivido. Tú, que tan solo apareces si te pienso, y tan solo te pienso siempre. Tú, que no eres nada; nada, nada en realidad y lo eres todo para mí porque no aprendo a existir sin ti. Tú, que no eres más que el quizá, el mañana, el ojalá que nunca se hará más que deseo. Mi medio de vida, mi arranque, mi alimento. Tú… que no eres sino lo que yo no seré jamás… jamás. 

Y te conviertes en el fraude para el que vivo. La tormenta que nunca estalla. La ola que llega desde el horizonte bañada por el sol tardío de este domingo que nunca rompe.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Capítulo cuarenta y nueve. Me llevas en tus manos.



Me llevas en tus manos.
A cada sitio y en cada momento
de tu día.

Me llevas en tus manos
y no lo sabes.
O no lo piensas.

Me llevas.
Me llevas y finges
no hacerlo. No haberte manchado.
No haberme querido
esta tarde, este verano, esta vida.

Me llevas en tus manos
y dudas si me quieres,
dudando yo aún más
sobre si debo quererte o perderte
para siempre o quizá mañana.

Me llevaste ayer tarde
cuando entre sábanas descubrí,
por fin contigo,
el placer humano de escuchar por vez primera
mi canción favorita.

Me llevas ahora que te has ido a casa
y me has dejado aquí, también
con mis manos llenas de ti,
de quererte sin que nadie lo sepa,
de mirarte de reojo
sin saberlo yo siquiera.

Me sigues llevando, en tus manos,
en tu cuello y en tu boca.
Y en mis sueños, también, de la mano.

Y me seguirás llevando.
En tus manos, en tu piel,
en tu cuello y en tu boca
y tus recuerdos o los míos,
o simplemente mis sueños.

Me seguirás llevando
aunque sea precisamente ahora,
cuando menos me quieres,
cuando más te merezco.

lunes, 27 de agosto de 2012

Capítulo cuarenta y ocho. Hoy he soñado imposibles


Hoy he soñado imposibles.
Que te besaba.
Que sin saberlo, y sin maletas, un día llegabas a mi casa
[porque no te hacían falta].
Que de repente me mirabas y lo sabía.
Que en la estación eras tú quién me despedía con mirada triste
cuando hacía apenas un momento me habías regalado otro de tus después.
Que mi oído había memorizado tus suspiros.
Que tu olor no era solo un recuerdo.
Que, siendo mi pesimismo optimista,
durante todo este tiempo que te pensé
te había olvidado sin saberlo.

Pero he despertado y lo he sabido.
Que no me besabas.
Que jamás conocerás mi casa.
Que nunca más podré saberlo cuando me mires.
Que en la estación no eres tú,
sino mi reflejo con mirada triste
el que me despide
sabiendo que no habrá más de tus después.
Solo mis durantes.
Que mi oído,
quizá como el tuyo
[espero que no],
solo recuerda mi frase desafortunada.
La última.
Que respiro tu olor en todas las cosas
menos en mí.
Que, siendo mi optimismo realista,
durante todo este tiempo que no te pensé
no te había olvidado sin saberlo.


No es un poema. Es.... otra cosa.

viernes, 17 de agosto de 2012

Capítulo cuarenta y siete. De púas y cuerdas rotas.


El aire entra con dificultad en sus pulmones. Se vuelve denso cuando los cascos dejan de aprisionarle el cerebro y se enfrenta a todo lo demás.

Música. 

Aún recuerda el sonido de las cinco cuerdas de aquella guitarra desafinada –la tercera, quizá la segunda, se había roto por el desgaste-. Y el tacto en sus dedos. La madera. La respiración impaciente de quien le pareció, sintió celos de esas cinco cuerdas que en ese momento rozaban sus yemas.


Quiere que alguien pueda regalarle esas púas que guarda en una cajita de plástico. Se las cambiaría por todas las caricias que le debe.


“Ve y díselo a la gente, qué fuimos en la habitación.”
Rojas.

miércoles, 25 de julio de 2012

Capítulo cuarenta y seis. Quiero ser una canción.


Cierro los ojos y mojo mi camiseta sin querer. Deseo con todas mis fuerzas ser la canción que suena a todo volumen en mis oídos. Lo deseo tanto que creo conseguirlo durante unos instantes. Si lo fuera, si yo pudiera ser canción, cualquiera podría escucharme, cerrando los ojos, como yo, sonriendo sin querer quizá, disfrutando de mí tal vez –quién sabe-, deseando que ese momento durase eternamente. Si fuera la canción que oigo ahora mismo, viviría desahogándome con cada nota. Ojalá me hubiese compuesto alguien. Ojalá tuviera algo que decir, un mensaje oculto o manifiesto y unos oyentes entusiastas dispuestos a desvelarlo escucha tras escucha.

La música suena en mis oídos tan fuerte que duele. Y me cuesta escribir estas líneas. Las palabras de mi mente se mezclan con las de la canción que oigo una y otra vez, sin parar. Pero las prefiero a cualquier silencio indoloro, inocuo. Inerte.

A veces sonrío, otras lloro. Melodía dura, voz de caramelo. Agrio y dulce. Maldita ironía. Qué difícil se hace querer escapar de algo que no me gusta pero a lo que me siento completamente atada. Y me pregunto en qué momento firmé un contrato de permanencia y por qué no quiero romperlo. Las pastillas. La ventana. La maldita ventana de mi habitación. Las cuchillas mal afiladas u oxidadas se convierten en una opción. Y me vuelvo tristemente cobarde. Tan débil es mi cobardía que ni fuerzas me da para ganar un segundo de valentía que me permita salir por la puerta de atrás.

Tengo la desagradable sensación de que todo sabe mal desde que nací. Y ya comienza a escocer demasiado. Mi vida se desmorona y te quiero. Sé que cualquiera que me conozca podría reírse de estas palabras. Pero es porque no soy canción. Nadie se detendrá a escucharme, nadie descifrará jamás mis acordes, intentará llegar a mis agudos o tratará de aprender mi letra.

La vida me mira. Se para delante de mí y me observa con una miserable sonrisa de suficiencia. Se sabe vencedora. Y yo la dejo. ¿Importa acaso lo que piense?

Necesito estallar. Lo sé, tengo que hacer algo. Millones de planes se instalaron no hace mucho en mi cabeza y rondan aún por ella. Vagan sin rumbo fijo. Como cualquier cosa en mi vida, sé que ninguno de ellos llegará a término.

Pero quise ser. Y quiero ser. Necesito ser. Dios, lo necesito de veras. Pero, ¿qué soy? Tengo que averiguarlo. Algún día daré conmigo misma. Y con esta frase de consuelo pasan los días, se acumulan en cientos. Con esta frase llevo años consolándome, entre chocolate y vicios algo más salados, en un estado de ansiedad catatónica que no me deja dormir durante noches eternas y que me hace soñar, siempre de día, siempre despierta, perdiendo el tiempo que se va y esperando el momento que no llega, y que sigo esperando. Porque de eso se trata mi vida, de esperar.

Y como dice la canción que escuché hace no mucho, “Algo pasará…”.

Pero, ¿y si no pasa?

miércoles, 16 de mayo de 2012

Paréntesis (yo voté que no)

Hoy, con el permiso de mi compañera de clase –y amiga- con la que comencé este blog cuando apenas llevábamos unos meses en la facultad, voy a hacer algo que nunca había hecho antes. Siempre tuve este espacio –ahora algo abandonado- como un lugar para abstraerme con palabras, en el que la realidad no tuviera cabida.

Pues bien, quiero hacer una excepción para decir aquí todo lo que por cobardía –lo reconozco- no he sabido expresar en la asamblea de ayer, 15 de mayo.

Quién nos iba a decir el pasado 15M que un año después se celebrarían las asambleas más multitudinarias en la comunidad universitaria de Sevilla. Si lo expresamos de este modo, puede ser un orgullo. Sí, hasta yo misma, escéptica, puedo sentirlo, aunque quizá no demasiado.

Hablaré de lo que ocurrió ayer en la asamblea de mi facultad (comunicación), y de lo que llevo viviendo en mi círculo desde hace bastante tiempo.

Es cierto que hasta a mí se me puso la piel de gallina cuando miré hacia atrás y vi abarrotado el salón de actos de mi facultad. Está clarísimo que la asamblea de ayer fue un exitazo.  Lo triste  –y creo que no es una locura pensarlo- es que hayamos tenido que llegar a este punto, con este gobierno -¡qué casualidad!-, para  poder decirlo.

La universidad tiene toda la pinta de irse a pique. Está claro que, como universitarios, tenemos que hacer algo. La cuestión es que, sinceramente, no estoy de acuerdo con muchas de las cosas que se han hecho hasta ahora.

No estoy de acuerdo con confundir una lucha estudiantil con una lucha ideológica. Perdonad que os diga, pero los estudiantes somos rojos, negros, chinos –como diría Ismael Serrano en Atrapados en azul- y de la Falange si hace falta. Y eso, señores, hay que respetarlo. Entonces, cuando yo, estudiante –al margen de mis ideas políticas-, quiero formar parte de una huelga que me afecta y me encuentro con personas que tachan a cualquiera que difiera de sus planteamientos políticos maravillosos de necio o inculto, o simplemente se dedican a decir que no tiene ni puta idea, me toca bastante la moral. ¿Qué pasa? Que no me merece la pena pertenecer a lo mismo que una persona que me mira por encima del hombro. No me siento cómoda. Llamadme rara.

No estoy de acuerdo con la doble moral que se tiene con respecto a la violencia. Quizá decir violencia sea ir demasiado lejos. Hablemos mejor de presión. El pasado 29 de marzo estuve con mis compañeros en un “piquete informativo” de la Fcom, centro en el que, sin ir más lejos, pusieron silicona en la cerradura para que no pudiera abrirse. Nadie había sido, pero a muchos les encantó la idea. Me parece vergonzoso, sobre todo teniendo en cuenta que estos piquetes se hacen con la intención de informar al trabajador, que, como todo el mundo sabe, tiene todo su derecho a trabajar. En última instancia, y se supone que fue la intención de nuestro piquete, se hace para apoyar a los empleados que se sienten presionados por el empresario –prefiero decir jefe, pero empresario da más miedo, ¿verdad?- para que estos puedan argumentar que no han ido a trabajar por la fuerza del piquete.

No estoy de acuerdo con la superioridad moral e intelectual que los que opinan de cierto modo sienten con respecto a los que no. No quiero entrar demasiado en esto, porque acabaría redactando 20 páginas de Word, y ese no es el tema.

Lo que me escuece de todo esto es que llevo tres años en la Fcom, y cuanto más tiempo llevo menos aceptada me siento por pensar del modo en que pienso. Lo más triste es que sé que hay más gente como yo. Joder, hay gente que no es necesariamente de izquierdas, pero tampoco es de derechas. Estoy harta de tener que ser una revolucionaria para que un puñado de compañeros deje de mirarme por encima del hombro. Aplaudo la lucha por la universidad pública, pero, como comentó más de uno en Twitter, es absurdo que tengamos que mezclar esto con la lucha obrera. 

No es egoísmo. No es individualismo. Por supuesto que me preocupan los exámenes que tengo dentro de un mes, pero no es tan simple –no somos tan simples-. Por mi parte es falta de confianza. Y sé que los que llevan detrás de esto tanto tiempo se cagan en mí y en los que opinan igual, y en los que no han hecho nada. Pero, hablo por mí –y creo que por muchísimos compañeros-, el no hacer nada no implica falta de pensamiento crítico o intención. Hay veces que el hacer lo que sea es peor que quedarse sentado pensando en otra solución.

Y es que me da la sensación de que hemos entrado en la maldita dinámica de echarnos a la calle y vaciar las aulas si surge cualquier cosa, y ya no hay quien nos pare. Y, aunque sea una herramienta de protesta, llega un punto en el que aburre. ¿Es que de verdad no hay otra manera? No digo que esta subida de tasas sea cualquier cosa. No lo es. Lo que digo es que se nos va a tomar por el pito del sereno. Y que, coño, ¡siempre tenemos la misma solución a todo! ¡Dejemos de ir a clase! Y no solo eso, ¡que no se le ocurra a ningún profesor facilitarnos el temario que queda por dar hasta finales de curso! Y si hay alguna práctica que quiera el profesor que entreguemos y la clase decide que mejor no, pues nada, el delegado de curso puede acceder a un comité para que actúe de mediador. Ole. 

Y después dicen que hubo mil personas en la Facultad de Comunicación. Claro que sí. Las personas que ven peligrar su dinero –cuando te duele el bolsillo, el tuyo, que no el ajeno, vas a donde haga falta- y las que quieren enterarse de qué va eso del parón académico. Pero, ¿hay clase? ¿Hay exámenes? ¿Instituto de Idiomas? ¿Y las prácticas? ¿Y si un profesor quiere continuar con el temario? 

A ver cuántas de esas personas van a la huelga, a las “clases en la calle” –lo siento, tengo que entrecomillarlo- y a las salas de estudio 24 horas.

Ojalá me equivoque y podáis llenarme los comentarios de insultos.

sábado, 14 de enero de 2012

Capítulo cuarenta y cinco. La sombra en el espejo

Llevo dos horas delante de este pequeño ordenador, tratando de explicarle, con suaves –y no tan suaves- aporreos a sus teclas, lo que difícilmente podría convertir en palabras con algún sentido.

Si alguna vez le había temblado el cuerpo de rabia no lo recordaba de una forma tan intensa como aquella. Y sí, se ha planteado que lo que sucede hoy es mucho más cercano –y por consiguiente, puede parecer mucho más importante- que lo que ha quedado en el pasado. Pero eso le da igual. No se trata de medir la magnitud del terremoto en el que se ha convertido su cuerpo.

O quizá sí.

Estaba bien. Ese asunto, el que lleva un tiempo intentando arreglar –no sin ayuda-. Se encontraba en un cómodo letargo, una especie de stand by en el que las partes implicadas disfrutaban de la tregua, de las sonrisas y el cariño no contenido.

Pero sabía que era parte del ciclo. Ese círculo vicioso en el que se han enredado y del que no saben salir sin cambiar un ápice sus costumbres. Al fin y al cabo son fases. Unas más cortas, otras menos, que dependen de una cantidad infinita de factores que ni siquiera se acercan a lo científico. Qué impredecible todo, ¿verdad? Maldita impotencia.

Hoy ha estallado. No solo el plato que ha resultado víctima –literalmente- de los nervios, sino todas las rencillas que salen a flote –como un salvavidas- cada vez que hay un naufragio. Maldito salvavidas.

Y se ha visto, de nuevo, nadando sin saber, hundiéndose en el mar gélido, rodeada de objetos perdidos por el naufragio.

El espejo del baño en el que se ha encerrado, a oscuras, le ha devuelto la peor imagen de sí misma. No importaba la oscuridad. Pero es aquí donde se cruje los dedos, buscando así la inspiración en el teclado, intentando por todos los medios adecentar con unas pocas frases la maraña de pensamientos que se han aglutinado en su cabeza. Porque es el miedo lo que la bloquea, el miedo que le provocan ciertos flashes en los que se ve haciendo aquello que acabaría por convertirse en lo último en su vida. Y le gusta. Y le asusta. Y por eso, por mucho que le avergüence decirlo, le frena.

Maldita cobardía.