sábado, 30 de octubre de 2010

Capítulo Dieciseis

De nuevo en la estación. Sentada en una mesa, comiendo un bocadillo de pan rancio y bebiendo coca-cola aguada por los hielos. A mi lado hay una señora, ya mayor pero elegante, que sentada en soledad apura los restos de una copa de vino. Desde aquí se ve toda la estación. Los kioskos, los bancos verdes largos y sin respaldo, sin un solo hueco libre, las palomas posadas sobre las barandas de la pasarela superior, las máquinas expendedoras, todos los andenes, los autobuses que vienen y van, la gente que llega, que sale por las puertas o sube a los vehículos entre empujones mientras el conductor rasga sus billetes. Incluso puedo ver los aparcamientos que utilizan los del personal. Estoy junto a la consigna, que parece, sin embargo, un local abandonado. Veo todas las mesas que hay en la pequeña terracita, y si giro levemente la cabeza, sin esfuerzo, puedo ver las escaleras de caracol que suben a la pasarela, la entrada del bar, su interior.
Pero lo curioso no es el escenario, mil veces repetido en todas las ciudades, a excepción de pequeños detalles. Lo curioso son los personajes, que entran y que salen, que se empujan, que luchan por un asiento en los bancos, a la espera, ansiosos por recibir a un ser querido, inquietos por ver a un jefe, tristes o alegres por la marcha, la ida o la vuelta a cualquier lugar. Curiosa es la señora que espera sola apurando copas de vino en una terraza de un bar de mala muerte mientras fuma y contempla el panorama. Curioso el matrimonio que hay algo más allá, una pareja de gitanos que parece sacada del último gueto, y sin embargo son tranquilos, pacientes, educados, a la contra de cualquier prejuicio, a pesar de sus rostros demacrados, estropeados por el trabajo y la pobreza, arrugados prematuramente. Me pregunto a dónde irán todos ellos, o a quién esperan.

Voy a jugar con sus vidas. Puedo hacerlo, porque juraría que ninguno de ellos se ha percatado aún de mi presencia. Puedo inventar sus destinos y todo su mundo porque no saben que existo, porque ellos no pueden imaginar que estoy aquí, estudiándolos.

(Sevilla, 29 de Octubre de 2010)

Chío Beloki

viernes, 29 de octubre de 2010

Capítulo Quince


"Lo que nos hace normales es saber que no somos normales"
Tokio Blues; Haruki Murakami


Pues eso.

sábado, 2 de octubre de 2010

Capítulo Catorce

A los pies de la palestra hay un cable negro, enchufado. Casi en el extremo tiene una etiqueta con un código de barras, debe ser nuevo, al menos mis nervios (de ser el cable mío) no me hubieran permitido verla durante mucho tiempo, la hubiera arrancado sin contemplaciones a la mínima oportunidad, dejando el pegamento en el cable de forma inevitable, lo que acabaría por repugnarme, pero eso no lo pensaría hasta que ya no fuera demasiado tarde.

El cable empieza a moverse, contorsionándose como una culebra, se retuerce, quiere liberarse. Poco a poco se separa del enchufe, se ven las clavijas plateadas. No puedo quitar de él los ojos, nadie lo ve, todos ignoran el milagro, la aparición de vida en un ser inanimado.

Se desenchufa al fin y se alza despacio, como una serpiente encantada. Aferro con fuerza la mesa, hasta que mis dedos se vuelven blancos en el borde, me duelen. Nadie lo ve, y no puedo hablar, me es imposible emitir sonido alguno. Mis compañeros continúan atendiendo al profesor, o no, pero siempre ignorando lo que sucede a su alrededor. La palestra se resquebraja de repente, sin un solo ruido, y el profesor se hunde en ella; los pupitres, al contrario, pierden gravedad, se alzan, y mis compañeros con ellos, y yo me quedo donde estoy, atravesada por la madera, pero no puedo sentirlo, tampoco siento ya mis dedos, continúan crispados pero no aferran la mesa, y comprendo que mi cuerpo es apenas un espectro, los objetos pasan a través de mí, continúan ascendiendo, se balancean suavemente, como plumas que descienden pero a la inversa. Y el cable negro continúa contorsionándose, las clavijas son los colmillos de una peligrosa serpiente, ¿quién toca la flauta? Las ventanas, esas ventanas siempre cerradas, se han salido de sus goznes, las persianas se han subido y el sol entra a raudales. La voz del profesor no se ha apagado, continúa explicando el programa de la asignatura, de forma monótona, como si pudiera ser, al fin, la causa de estas visiones, el sonido de una flauta, el encantador de serpientes. Pero me desengaño tras un tiempo indefinido, la voz se pierde también, por un instante todo es silencio, el murmullo de mis compañeros también se ha apagado. Y al fin una música que sale de mis mismas entrañas, pero no es una flauta, es una voz, una dulce voz de mujer, que augura tragedia, aunque todo parece hermoso, la luz del sol y yo misma, que me siento desaparecer poco a poco, tras haber perdido ya la consistencia material de cualquier cuerpo.

-¿Vamos a la cafetería?

-Sí, sí...


Chío Beloki