sábado, 2 de octubre de 2010

Capítulo Catorce

A los pies de la palestra hay un cable negro, enchufado. Casi en el extremo tiene una etiqueta con un código de barras, debe ser nuevo, al menos mis nervios (de ser el cable mío) no me hubieran permitido verla durante mucho tiempo, la hubiera arrancado sin contemplaciones a la mínima oportunidad, dejando el pegamento en el cable de forma inevitable, lo que acabaría por repugnarme, pero eso no lo pensaría hasta que ya no fuera demasiado tarde.

El cable empieza a moverse, contorsionándose como una culebra, se retuerce, quiere liberarse. Poco a poco se separa del enchufe, se ven las clavijas plateadas. No puedo quitar de él los ojos, nadie lo ve, todos ignoran el milagro, la aparición de vida en un ser inanimado.

Se desenchufa al fin y se alza despacio, como una serpiente encantada. Aferro con fuerza la mesa, hasta que mis dedos se vuelven blancos en el borde, me duelen. Nadie lo ve, y no puedo hablar, me es imposible emitir sonido alguno. Mis compañeros continúan atendiendo al profesor, o no, pero siempre ignorando lo que sucede a su alrededor. La palestra se resquebraja de repente, sin un solo ruido, y el profesor se hunde en ella; los pupitres, al contrario, pierden gravedad, se alzan, y mis compañeros con ellos, y yo me quedo donde estoy, atravesada por la madera, pero no puedo sentirlo, tampoco siento ya mis dedos, continúan crispados pero no aferran la mesa, y comprendo que mi cuerpo es apenas un espectro, los objetos pasan a través de mí, continúan ascendiendo, se balancean suavemente, como plumas que descienden pero a la inversa. Y el cable negro continúa contorsionándose, las clavijas son los colmillos de una peligrosa serpiente, ¿quién toca la flauta? Las ventanas, esas ventanas siempre cerradas, se han salido de sus goznes, las persianas se han subido y el sol entra a raudales. La voz del profesor no se ha apagado, continúa explicando el programa de la asignatura, de forma monótona, como si pudiera ser, al fin, la causa de estas visiones, el sonido de una flauta, el encantador de serpientes. Pero me desengaño tras un tiempo indefinido, la voz se pierde también, por un instante todo es silencio, el murmullo de mis compañeros también se ha apagado. Y al fin una música que sale de mis mismas entrañas, pero no es una flauta, es una voz, una dulce voz de mujer, que augura tragedia, aunque todo parece hermoso, la luz del sol y yo misma, que me siento desaparecer poco a poco, tras haber perdido ya la consistencia material de cualquier cuerpo.

-¿Vamos a la cafetería?

-Sí, sí...


Chío Beloki

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