viernes, 6 de mayo de 2011

Capítulo treinta y ocho.

Todos mis sentimientos hacia él se resumieron en un segundo. En un acto. En ese acto cargado de espontaneidad y premeditación a la vez. Sólo mis manos empujando su cuerpo. Fuera. Apártate. Vete lejos.

Todo. En un simple gesto. Ni siquiera recuerdo cuál fue mi mirada. Pero no creo que pueda olvidar jamás la suya: decepción. Incredulidad. Me miró como si realmente le sorprendiera, como si no hubiera hecho más que el bien por mí y yo se lo estuviera pagando con desprecio.

Desprecio. Eso sería lo único de acertado en ese pensamiento que adiviné en su rostro. Y aun así, aun repudiando todo aquello en que se convertía mi vida en cuanto la tocaba él no pude evitar sentir un pequeño atisbo de culpabilidad. Yo, mis manos, ejerciendo fuerza contra su pecho. Insuficiente, sin embargo, como para la que se hubiera merecido. Y mi mente, perdida durante una ínfima parte de aquel segundo que duró el desafortunado empujón en esa culpabilidad que introdujo él en mí al mirarme.

Culpa. Maldita culpa que me invadía. Quizá la que impidió que tras el empujón viniera el puño. La que de repente se llevó a otra parte toda la rabia que él había hecho crecer en mí a lo largo de muchos años. No sé dónde, pero no fuera de mí. Simplemente lejos de mi alcance.

Arrepentimiento. Sería acertado, correcto decir que sí. Que me arrepentí. Que me arrepiento. Pero no sería cierto. Sería una gran mentira. Y, a riesgo de que ello me convierta en peor persona, diré que lo merecía. Merecía –y merece, y merecerá siempre- ese empujón, ese desprecio y el odio que está empezando a inundarme.

Y a partir de hoy, si cualquier persona afirma que debo respeto a semejante individuo por ciertos lazos de sangre que, desafortunadamente, son lo único que nos unen, me limitaré a sonreír, asentir, y largarme.