martes, 21 de septiembre de 2010

Capítulo Trece

Mientras ella me hablaba sentía un terrible deseo de despacharla con un sarcasmo para verla callar, frustrada, y darse la vuelta, mis palabras en sus oídos, incapaz de pensar en otra cosa y furiosa por descubrirse sin razón. La miraba con falsa paciencia y comprensión, las manos temblando.

Y de repente dijo algo, algo hermoso que consiguió sacudirme de toda prisa, quitarme de encima el sarcasmo y la ironía, hacerme pensar de forma diferente, sin encontrarle razón de ser a aquellas palabras que momentos antes moría por decir. Me alegré de no haberlo hecho. Ahora primaba en mí esa parte curiosamente romántica y apasionada, ahora ya no importaba que las personas fuéramos crueles y posesivas e hiciéramos de la vida un infierno. Ahora aquellos amores no correspondidos que atormentaban a la muchacha que tenía ante mí no dejaban de ser hermosos, y sus palabras tenían sentido, y eran profundas e infinitamente bellas aun estando cargadas de dolor.

-¿Crees que la vida es hermosa?

-Creo… creo que la vida es una mierda.

-Sí, bueno, puede ser. Pero a veces, a veces la vida es bella, hasta aquellas cosas que nos hacen llorar tienen algo de hermosura, de atracción fatal. Tú misma, date cuenta, eso que dices de tu amor, de tus deseos, tus lágrimas, ¿no son profundamente hermosas? En ocasiones no lo veo así pero cuando hago un análisis pesimista y crítico de este triste mundo, cuando llego a preguntarme para qué vivir, mi otro yo despierta y protesta, y lucha contra mi pesimismo y esas ganas de no existir que me atenazan el alma disminuyen.

-Tu otro yo. –murmuró.

-Sí, a veces me veo a mí misma como una persona diferente, bueno, muy a menudo, creo que hay miles de personalidades diferentes dentro de mi ser y especialmente ese yo apasionado, el yo romántico, es el que más se hace notar frente a ese otro cerrado, huidizo del mundo, que no ve más que tristeza, para el que nada es hermoso excepto la fría muerte, lo que no le atormenta le es indiferente. Se olvida del amor.



Chío Beloki

Capítulo doce

Son las cinco de la tarde. Por la ventana entra un sol espléndido, a través de las cortinas improvisadas que he colgado, cada una de colores diferentes. Las observo y veo pasar entre ellas y yo el humo de un cigarrillo que se consume en el cenicero, sobre la mesa. Hace calor. Esta mañana al levantarme pensé que sería un día frío, un triste y frío día de otoño. Pero ahora, casi desnuda frente al ordenador, veo que no. También pensé que pasaría el día inquieta, sobre todo tras la cita con el médico. Pero no, parece que todo me importa una mierda. Lo cierto es que no fue tan grave como imaginé, del futuro me preocupo más bien poco, al menos en este preciso instante. Antes… antes el mundo se me caía encima.

Ahora no sé muy bien qué hacer, ya me he leído un libro y he ojeado algunos poemas de Iribarren. Se me agria el humor, como sucede en ocasiones, cuando leemos verdades como templos que somos a menudo incapaces de asumir.

No sé si seguir leyendo, o seguir fumando mientras miro las improvisadas cortinas de mi habitación. También podría echarme a dormir, he dormido poco. Debo dinero y las horas pasan demasiado lentas. Y en la cama da el sol, y está ardiendo.



Chío Beloki

lunes, 13 de septiembre de 2010

Capítulo once

Tengo tantas cosas que escribir y pasa el tiempo tan veloz que siento que ya nada de lo que cuente tendrá la pureza de las primeras impresiones, las cosas son de la noche a la mañana recuerdos de recuerdos, de aquellos que me repetía mil veces "debo escribirlo". Y muchas cosas eran ya palabras, como bien decía mi tio, pero las palabras se van veloces y nos dejan tan solo la intuición de lo que fueron para intentar reconstruir sin éxito paisajes y sensaciones que en un primer momento parecen imborrables.
Hace unos días estuve en Kyoto de nuevo con Takashi. Fuimos a Arashiyama, bien lejos de donde estuvimos la vez anterior. Casi recién salida de la estación me encontré frente a las montañas, y por las muchas referencias de mi tío al otoño, intentaba imaginármelas llenas de colorido, distintos tonos de rojos, naranjas, marrones, verdes y amarillos. Pero lo que veían mis ojos era todo verde, verde fuerte, vivo, precioso. Me conformé y procuré guardarlo en mi retina, prometiéndome a mí misma que volvería en otoño.
Las montañas quedaban frente a nosotros, y a nuestra derecha una pequeña isla en mitad de un río, unida a tierra por un antiguo puente "antes todo de madera, muy bonito"; pero ya reformado no conservaba ese aire que nos acerca tiempos lejanos y escenas ya perdidas.
Verlo, sin embargo, fue muy distinto a cruzarlo. Tal vez una de las cosas que más me agradan y me calman sea cruzar un puente, lo he comprobado ya muchas veces y siempre que lo hago disminuyo el paso y permanezco al menos unos minutos inmóvil. En medio de un puente el aire siempre es más fuerte, y en días de viento te azota el rostro y silba en tus oidos, hace ondear el cabello y las ropas, y una sensación repentina de libertad (por otra parte romántica e infundada, pero tan cierta en el instante) recorre el cuerpo de la cabeza a los pies. Cuando cruzo un puente estoy sola contra el viento, sobre él, es más parecido a volar que montar en un avión sin sentir, y aunque no deje de ser una mentira, estoy en tierra de nadie, entre dos tierras. Siempre dejo atrás algo, y mientras estoy en el puente no puede alcanzarme. Llegar al otro lado es bajar a la tierra, pero no deja de ser reconfortante, es alcanzar una meta.
Al cruzar aquel puente la sensación volvió a ser la misma, y mi tío era tan solo una sombra junto a mí, que me arrastraba de algún modo, a la que debía seguir aunque por un instante no lo comprendiera. Y mis pies caminaban en contra de mi voluntad mientras mi mirada buscaba el río, el sol y las montañas desde el centro del puente, y volaba hacia ellas, y la sombra no era capaz de detenerla.

Mukonoso, 31 de Agosto de 2010


Chío Beloki

sábado, 11 de septiembre de 2010

Capítulo décimo: ella

No le salen las palabras. Sabe qué quiere decir y no le salen. No encuentra formas para explicar qué pasa por su cabeza y por qué. Entre caladas a lo que podría haber sido un cigarrillo –en el caso de haberlo liado mejor- no para de reflexionar sobre qué y cómo podría escribir lo que siente, lo que piensa y desea olvidar. Mientras deja que el humo se escape de sus labios se percata de que hay algo más que se escapa, que huye y no va a volver.

Y se ríe. Se ríe de una forma inhumana. Se ríe tristemente, irónica y sarcásticamente de sí misma. Se siente ridícula ante todos y se odia por esa sensación.

Lo peor de todo es que sabe por qué toda esta maraña de pensamientos, sensaciones y remordimientos la atormenta ahora –y antes-. Lo más triste de ello es que está segura de que detrás de todo tan sólo hay una causa: ella.

Y por eso se odia más aún. Porque sabe que no merece la pena, porque le frustra saber que la echa de menos y la necesita, y porque le duele demasiado saber que quizá no haya superado algo que ni siquiera había que superar, porque jamás ha pasado.


Porti