lunes, 13 de septiembre de 2010

Capítulo once

Tengo tantas cosas que escribir y pasa el tiempo tan veloz que siento que ya nada de lo que cuente tendrá la pureza de las primeras impresiones, las cosas son de la noche a la mañana recuerdos de recuerdos, de aquellos que me repetía mil veces "debo escribirlo". Y muchas cosas eran ya palabras, como bien decía mi tio, pero las palabras se van veloces y nos dejan tan solo la intuición de lo que fueron para intentar reconstruir sin éxito paisajes y sensaciones que en un primer momento parecen imborrables.
Hace unos días estuve en Kyoto de nuevo con Takashi. Fuimos a Arashiyama, bien lejos de donde estuvimos la vez anterior. Casi recién salida de la estación me encontré frente a las montañas, y por las muchas referencias de mi tío al otoño, intentaba imaginármelas llenas de colorido, distintos tonos de rojos, naranjas, marrones, verdes y amarillos. Pero lo que veían mis ojos era todo verde, verde fuerte, vivo, precioso. Me conformé y procuré guardarlo en mi retina, prometiéndome a mí misma que volvería en otoño.
Las montañas quedaban frente a nosotros, y a nuestra derecha una pequeña isla en mitad de un río, unida a tierra por un antiguo puente "antes todo de madera, muy bonito"; pero ya reformado no conservaba ese aire que nos acerca tiempos lejanos y escenas ya perdidas.
Verlo, sin embargo, fue muy distinto a cruzarlo. Tal vez una de las cosas que más me agradan y me calman sea cruzar un puente, lo he comprobado ya muchas veces y siempre que lo hago disminuyo el paso y permanezco al menos unos minutos inmóvil. En medio de un puente el aire siempre es más fuerte, y en días de viento te azota el rostro y silba en tus oidos, hace ondear el cabello y las ropas, y una sensación repentina de libertad (por otra parte romántica e infundada, pero tan cierta en el instante) recorre el cuerpo de la cabeza a los pies. Cuando cruzo un puente estoy sola contra el viento, sobre él, es más parecido a volar que montar en un avión sin sentir, y aunque no deje de ser una mentira, estoy en tierra de nadie, entre dos tierras. Siempre dejo atrás algo, y mientras estoy en el puente no puede alcanzarme. Llegar al otro lado es bajar a la tierra, pero no deja de ser reconfortante, es alcanzar una meta.
Al cruzar aquel puente la sensación volvió a ser la misma, y mi tío era tan solo una sombra junto a mí, que me arrastraba de algún modo, a la que debía seguir aunque por un instante no lo comprendiera. Y mis pies caminaban en contra de mi voluntad mientras mi mirada buscaba el río, el sol y las montañas desde el centro del puente, y volaba hacia ellas, y la sombra no era capaz de detenerla.

Mukonoso, 31 de Agosto de 2010


Chío Beloki

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