jueves, 30 de diciembre de 2010

Capítulo Veinticinco

Nuevos Amigos

23:55

Tres. Todos inexpertos, novatos, desprotegidos, sin amigos. Distintos puntos del mapa que convergen a una provincia, una ciudad, un edificio, una clase.

23:56

El tapiz que conforma las amistades se va tejiendo con meses. Conversaciones banales dan paso a temas y problemas personales. Las asignaturas, procedencias y barrios pierden relevancia. Mi novia, el tuyo, tus amigos, los míos se hacen protagonistas en el ritual de la interacción interpersonal.

23:57

La primeras salidas grupales. Grandes decepciones, grandes sorpresas. El curso avanza, las relaciones apenas cambian.

23:58

Nuevo Curso. Con una se finaliza una “competición”. Próximos físicamente, lejanos en el corazón. Dejamos de tirar de los extremos opuestos de una misma cuerda para avanzar en la misma dirección. La relación que antes nos enfrentaba ahora nos une. Mujer difícil, amiga complicada, persona excelente.

23:59

Pequeña gran desconocida. Nunca una fila de distancia había supuesto tanta separación. Antes sólo saludos puntuales, algún comentario más por cumplir que sentido, otros cortantes me enseñaron que hubo una vez una indígena americana que existió. Hoy, el descubrimiento de una persona que merece la pena conocer.

00:00

Un año se va.
Dos amistades nacen.


Pablo Gilez

Capítulo Veinticuatro

Debían de ser las cuatro y media de la tarde; las cinco menos cuarto, a lo sumo. La tarde era oscura y en su habitación hacía largo rato que la luz estaba encendida. Aún así, le parecía demasiado lúgubre. Estaba además rodeada de multitud de objetos inservibles pero de los cuales siempre fue (y sabía que así sería eternamente) incapaz de deshacerse. Allí no podría estudiar absolutamente nada, ya no estaba acostumbrada.
A las cinco menos diez se decidió al fin. Se abrochó las botas, se puso el abrigo y cogió sus cuadernos. Fuera llovía pero no cogió el paraguas, pocas veces lo hacía. Apenas tardó un par de minutos, tal vez tres, en llegar al edificio que alberga la Biblioteca Municipal. Fue con paso decidido hacia la Sala General de Lectura, tomó el pomo, -abierta- se dijo; entró y cerró la puerta tras de sí.
Sólo entonces dudó. El silencio era sepulcral. No se trataba de que todos fueran, por primera vez en la historia de aquella biblioteca, personas lo suficientemente educadas para permanecer calladas. Era sencillamente que la sala estaba completamente desierta. No había nadie. Tampoco habían encendido las luces, pero aún se podía leer junto a las ventanas sin necesidad de forzar la vista. Incrédula, avanzó por los pasillos y se sentó en una de las primeras mesas, escondida entre las estanterías. Dejó caer el abrigo sobre una de las sillas y colocó los cuadernos sobre la mesa. De pronto sonrió. Ya no sabía si estaba abierta o cerrada, si había algún malentendido, algún despiste, pero nunca estuvo la biblioteca tan silenciosa, ni la chica tuvo, a pesar de haber ido en más ocasiones, tantos libros a su alcance. La biblioteca era suya, y podía hacer cuanto quisiera.
No pasó más de media hora cuando el chirriar de la puerta destrozó el silencio y sacó a la joven de su inocente fantasía, acababa de dejar de ser la dueña y señora de aquel lugar.
Unos pasos avanzaron por el pasillo, lentamente. Se pararon a alguna distancia de ella, que permanecía inmóvil, a la espera. Habían ido a por ella, bien lo sabía. Tenía pocas opciones, si se quedaba allí más tiempo acabarían por descubrirla. Podía subir a la segunda planta, posiblemente nadie esperara que alguien se hubiera escondido allí. Pero el silencio era tal, que cualquier movimiento podría delatarla. Se inclinó levemente para espiar entre los libros, el intruso ya estaba demasiado cerca para poder huir sin ser vista. Aprovechó para estudiarlo: era un hombre, no demasiado alto, orondo y calvo. Por qué había entrado, qué buscaba, y sobre todo, qué quería de ella, eran preguntas a las que se veía incapaz de responder. Habían entrado en su reino, en su mundo, aquellas paredes, las estanterías, todos los libros, eran exclusivamente suyos. Y también lo era el silencio. Fuera quien fuera aquel hombre había destrozado sin piedad el silencio; no un silencio incomodo, ni el silencio de quien se siente en soledad; sino el silencio más calmado, el más hermoso del mundo. Se lo habían robado y de repente estaba furiosa, ¡quién osaba interrumpirla!
Al fin, el intruso llegó hasta ella. Habló con voz pausada, mirándola con una expresión que a ella se le antojó casi suplicante de perdón, como si aquel hombre no quisiera hacer lo que estaba a punto.
-Chica... se me olvidó antes echar la llave. Esta sala está cerrada ahora, hemos dicho a los estudiantes que vayan a la del Fondo Local.
Le costó contestar de forma agradable. Habría deseado que no la hubiera visto, que hubiera cerrado la puerta sin más desde fuera y la hubiera dejado allí, durante toda la noche, empapándose de libros y disfrutando del silencio de la inmensidad del universo, que nosotros solo podemos encontrar entre las estanterías repletas de libros de una biblioteca desierta. Recogió sus cosas lentamente, alargando cuanto pudo la marcha, pero ya se había roto el encantamiento.

Chío Beloki

capítulo veintitrés

Por fin estás aquí. Has llegado y has empezado a hablar sin parar, a contarme tus cosas, a pedirme opinión. Y yo, mirándote, asiento e interrumpo tus monólogos para aconsejarte, corregirte e incluso reñirte.

Y sigues hablando. Continúas narrando cada segundo de cada cosa que te ocurre, de cada una de tus vivencias. Yo, en mi lugar de receptor, sólo puedo alegrarme de ser tu confidente, de que te guardes esas cosas sólo para mí.

Podríamos pasar así horas. Al menos yo estaría dispuesto a ello. Sería capaz de escucharte sin pestañear por no perder un segundo mirándote, observando tu cara, tus gestos, tu sonrisa y tus ojos, cuyo color se convirtió en mi favorito desde el primer día que te vi.

De vez en cuando enciendes un cigarrillo. En ese momento comienza todo un ritual del que tú eres partícipe pero no consciente. Por cada calada que das mi imaginación va más lejos de aquel lugar en el que estamos tú y yo. Cada vez que acercas tus labios rojos a la boquilla, tiñéndola de ese color, deseo ser ese filtro que retienes apenas un segundo en la entrada de tu boca.

Y sigues hablando. De ella. Siempre está ella. Y yo, odiando su nombre e incluso su existencia, no puedo más que desear que tú hubieras sido de otra forma, o que yo hubiera nacido diferente.

De repente, al terminar una de tus historietas, pareces percibir algo raro en mí. A pesar de haber intentado disimular me has pillado, me conoces mejor que yo mismo.

- ¿Qué te pasa? Estás serio hoy

Que me encantas, que me encanta tu sonrisa, tus ojos, tu cara… que adoro tu voz, tus manías al hablar, tus expresiones, tus torpezas. Que me pareces una mujer preciosa. Tu cuerpo, tus piernas, tus manos… Que me haces la persona más feliz del mundo a veces, pero también puedes hacerme sentir el ser más desdichado. Que te amo. Que necesito que me quieras, porque yo te quiero. Te necesito, mucho.

- Nada, tengo un día algo raro, ¿qué más? – pregunto ansioso

Y de nuevo sacas alguna que otra aventurilla de la chistera. Otra vez me mantienes entretenido largo rato, observando tu cara, tus gestos, tu sonrisa y tus ojos.

martes, 21 de diciembre de 2010

Capítulo Veintidós

Se dejó caer en la silla con el periódico abierto y un cigarrillo entre los dedos. Estaba agotado. Aquella mañana había tenido que madrugar, a pesar de tenerla entre sus brazos por primera vez, a pesar de que hubiera dado la vida por permanecer unas horas más allí tumbado, se decía. Pero era precisamente eso lo que estaba en juego y no tuvo más remedio que levantarse y salir a la calle, dejándose arrastrar a regañadientes por el sentido común, haciendo frente a la lluvia y el viento. Llegaba tarde y la prisa no le dejó pensar en la noche anterior, maldijo su suerte, pero la noche había sido hermosa y no dudaba que habría más, menos improvisadas, pero igualmente hermosas. Eso lo animó y se negó a aminorar el paso y mirar hacia atrás, hacia el cielo o hacia los charcos para entregarse al recuerdo y retroceder luego. Había futuro, eso bastaba.

No volvió al piso hasta varias horas más tarde, después de haber solucionado todos sus asuntos y haber dado un largo paseo bajo el pálido sol que luchaba por hacerse un hueco entre las nubes, cada vez más diluidas en el cielo. Pudo recordar placenteramente, mientras caminaba, cómo aquella noche improvisada había dado un nuevo giro a su vida. Luego, sus pies le llevaron a un café, y henchido de alegría por haberlo solucionado todo satisfactoriamente, sacó un libro de su mochila y se puso a leer acompañado por la música, el constante murmullo de la clientela y el silbido de las cafeteras. Todo estaba bien.

Cuando al fin llegó al piso ella ya se había marchado. No le importó demasiado. El escaso sueño y el largo paseo cayeron pesadamente sobre su cuerpo y decidió darse un descanso antes de emprender la marcha de nuevo. Se tumbó en el sofá con el periódico que había comprado en el camino y ojeó los titulares. Nada nuevo. Se asustó de la completa indiferencia con la que pasaba de cuerpos ahumados en una explosión a rivalidades entre países, mujeres asesinadas, secuestros políticos o accidentes en las minas.

La tarde se le escapó entre autobuses y absurdas clases que poco le aportaban. Pero cuando volvió al piso, ya de noche, le pareció que el día había sido más largo que de costumbre. Su humor se había vuelto a agriar, trabajos inacabados y compromisos eludidos le hicieron sentir terriblemente mal.

Se sentó en la silla frente al escritorio y miró a través de la ventana. Fuera llovía a raudales y los cristales temblaban azotados por el viento. Encendió un cigarrillo y se hizo de nuevo con el periódico. Su móvil vibró entonces sobre la mesa. Sonrió. Cuando volvió a mirar por la ventana, la oscuridad le pareció su cómplice y la lluvia más hermosa que de costumbre.

capítulo veintiuno

Lluvia. El ruido de las gotas de agua golpeando todo aquello sobre lo que caen la marean, la aturden. La introducen en un absoluto sopor del que sólo consigue salir cuando el choque de una de esas gotitas resulta ser más fuerte que el de las demás.

Confusión. Sus pensamientos, sus sentimientos y sensaciones dentro de sí misma caen con la misma continuidad con la que lo hacen las gotas de agua, y golpean contra cada parte de su cuerpo, cada atisbo de tranquilidad y paciencia que pueda albergar en su interior para humedecer su fortaleza, así como la lluvia humedece el asfalto en las calles, la arena en la playa y el césped en el parque.

Y la tormenta no cesa. Jamás lo hace. Únicamente cambia la intensidad, lo que la vuelve más desgarradora, más dura y menos soportable aún. De cuando en cuando, como si de gotas de lluvia se tratase, un pedacito de dolor, alojado en una nube de olvido que ella misma se creó, cae y lo inunda todo de sensaciones amargas, hirientes y desesperantes.

Sí, sabe lo que dijo. Sabe que se prometió a sí misma explorar más allá del yo, aunque también se hizo otras promesas, como la de evitar inundaciones olvidando lo inolvidable y esperando que las cosas mejoraran. Pero no ha parado de llover y la humedad ha ido aumentando progresivamente. Por ello mismo ahora necesita más que nunca excavar en lo más íntimo, eliminar cualquier zona inundada y llenarse por completo de hormigón, para que no se filtre el agua.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Capítulo veinte

Suele andar escribiendo. Lo hace en negro, le recuerda más a ella. El azul no le gusta, le parece artificial. Escribe letras, palabras, frases que se mezclan con la música que oye en sus grandes cascos, y que tamborilea con el bolígrafo negro, siempre negro, cuando piensa en qué puede seguir escribiendo.

Sus manos, heladas por el frío y por la lata de cocacola que siempre la acompaña en sus momentos de soledad, se mueven nerviosas cuando no tiene nada que hacer.

A cada rato se lía un pitillo. Algunos se los fuma, otros los guarda en cualquier cajetilla de tabaco que utiliza como improvisada pitillera.

Y siempre en el mismo sitio. Siempre sentada en el mismo lugar. Esas escaleras desde las que puede curiosear, observarlo todo sin apenas ser vista, sin que la gente se percate de su presencia. Allí analiza, observa, busca y encuentra constantemente sobre qué escribir, preparada con su bolígrafo negro y algún folio ya usado.

Y la gente pasa por allí, justo a unos centímetros de ella, subiendo los escalones en los que tan a gusto se encuentra, de los que ha hecho su rincón especial. Algunos la saludan, com mayor o menor entusiasmo, otros se limitan simplemente a mirarla. La mayoría ni siquiera se percata de su presencia. Pero ella, imperturbable, en el mismo lugar de siempre, haga frío o calor, llueva o nieve, se limita a observar, escribir, beber o fumar, o todo junto.

lunes, 13 de diciembre de 2010

capítulo diecinueve

Salió el sol. Los niños, contentos, se apresuraron a ponerse bajo él, saltando sobre los charcos y alejándose de la penumbra que inundó sus casas días atrás.

Patios, terrazas y azoteas presumieron del color de prendas que el viento iba secando.

Veladores de restaurantes se abarrotaron. Todos querían disfrutar de aquel tiempo, sentir la brisa y el sol de una vez en la cara, lo reconfortante del calor de cualquier rayo.

Los más deportistas se echaron a la calle a correr, a montar en bici, a patinar. Los que preferían otras actividades se acercaron a la orilla del río con amigos y cervezas como acompañantes.

El sol brillaba. Las nubes, cada vez más dispersas y menos numerosas dejaron de tener ese tono gris, convirtiéndose en grandes cúmulos de algodón blanco. En los amaneceres se adivinaba el azul que estaba por llegar, y en las puestas de sol se mezclaban infinidad de colores, que se reflejaban en el cielo y en los algodones flotantes en que se habían convertido las nubes.

Los días se hicieron felices. La gente, risueña y alegre sin motivo aparente, paseaba por la calle. Abrigos, jerséis y chalecos colgaban de los brazos de quienes no vieron llegar el calor.

De repente los días volvieron a ser tristes, melancólicos. Los ciudadanos, sin causa alguna, circulaban taciturnos por las vías. La mayoría dentro de sus coches, refugiados por la calefacción, la radio y el empañamiento de los cristales.

El sol dejó de brillar. Las nubes volvían a tener su anterior tono grisáceo, tornándose cada vez más densas, más oscuras y menos coloreadas. Apenas se distinguían amaneceres y atardeceres, mañanas y tardes, mañanas y noches. Tan sólo una capa de gris inundaba el cielo, desde el principio hasta el final, sin dar tregua a ningún pequeño trozo de azul.

Ya nadie se atrevía a correr, montar en bici o patinar. Ya no se veían las orillas del río llenas de gente riendo, bebiendo y cantando.

Los restaurantes recogían sus mesas, subían sus toldos y cerraban sus puertas al frío.

Patios, terrazas y azoteas perdían el color de las ropas que movía el viento. Volvían a ser tristes, húmedos y gélidos.

Se ocultó el sol. Llegó la lluvia. Los niños, defraudados, se apresuraban a volver a sus casas llenas de penumbra, saltando sobre los charcos y alejándose de la luz que inundó los parques días atrás.

martes, 7 de diciembre de 2010

Capítulo dieciocho

Lleva semanas sin escribir. Las palabras se retuercen en su mente y las teclas cambian de sitio cuando sus dedos intentan buscarlas, inquietos, temblorosos, asustados. ¿Por qué no puede siquiera escribir un mísero renglón que la haga sentirse satisfecha?

Quizá no haya temas que la inquieten. Posiblemente le falten ganas, empuje o destreza.

No, nada de eso, intenta decirse a sí misma tras borrar una vez más el último párrafo que ha escrito, de nuevo horrible al ser leído. Lo intenta de nuevo. Cambia palabras, busca sinónimos, baja la mirada al teclado intentando encontrar respuestas, tratando de sacar de él la frase adecuada, la combinación perfecta.

Pero no lo hace. Tras largo rato frente a la pantalla se resigna y busca otra actividad que la haga sentirse menos frustrada.

Tras un tiempo cae en la cuenta de que tiene muchas fronteras que superar antes de conseguir un escrito decente. Podría escribir sobre su inseguridad, su falta de motivación o sus miles de defectos. Podría incluso atreverse a mostrar aquí millones de secretos de los que no tendría por qué avergonzarse. Podría desahogarse en este lugar, escribiendo sobre detalles que le duelen, que le hacen pensar en si realmente lo está haciendo bien con ciertas personas y consigo misma. Pero todo ello no sería más que un diario. Unas páginas que hablasen de su vida, quizá algo adornadas por palabras bonitas, quizá escritas de un modo más literario, pero, al fin y al cabo, un diario.

Y no quiere acomodarse en sí misma. Necesita salir, descubrir nuevas mentes, nuevas personas, nuevos lugares. Necesita poder sacar de cualquier detalle algo que escribir, algo inexistente, algo que realmente no sea ella.

Necesita explorar…