lunes, 13 de diciembre de 2010

capítulo diecinueve

Salió el sol. Los niños, contentos, se apresuraron a ponerse bajo él, saltando sobre los charcos y alejándose de la penumbra que inundó sus casas días atrás.

Patios, terrazas y azoteas presumieron del color de prendas que el viento iba secando.

Veladores de restaurantes se abarrotaron. Todos querían disfrutar de aquel tiempo, sentir la brisa y el sol de una vez en la cara, lo reconfortante del calor de cualquier rayo.

Los más deportistas se echaron a la calle a correr, a montar en bici, a patinar. Los que preferían otras actividades se acercaron a la orilla del río con amigos y cervezas como acompañantes.

El sol brillaba. Las nubes, cada vez más dispersas y menos numerosas dejaron de tener ese tono gris, convirtiéndose en grandes cúmulos de algodón blanco. En los amaneceres se adivinaba el azul que estaba por llegar, y en las puestas de sol se mezclaban infinidad de colores, que se reflejaban en el cielo y en los algodones flotantes en que se habían convertido las nubes.

Los días se hicieron felices. La gente, risueña y alegre sin motivo aparente, paseaba por la calle. Abrigos, jerséis y chalecos colgaban de los brazos de quienes no vieron llegar el calor.

De repente los días volvieron a ser tristes, melancólicos. Los ciudadanos, sin causa alguna, circulaban taciturnos por las vías. La mayoría dentro de sus coches, refugiados por la calefacción, la radio y el empañamiento de los cristales.

El sol dejó de brillar. Las nubes volvían a tener su anterior tono grisáceo, tornándose cada vez más densas, más oscuras y menos coloreadas. Apenas se distinguían amaneceres y atardeceres, mañanas y tardes, mañanas y noches. Tan sólo una capa de gris inundaba el cielo, desde el principio hasta el final, sin dar tregua a ningún pequeño trozo de azul.

Ya nadie se atrevía a correr, montar en bici o patinar. Ya no se veían las orillas del río llenas de gente riendo, bebiendo y cantando.

Los restaurantes recogían sus mesas, subían sus toldos y cerraban sus puertas al frío.

Patios, terrazas y azoteas perdían el color de las ropas que movía el viento. Volvían a ser tristes, húmedos y gélidos.

Se ocultó el sol. Llegó la lluvia. Los niños, defraudados, se apresuraban a volver a sus casas llenas de penumbra, saltando sobre los charcos y alejándose de la luz que inundó los parques días atrás.

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