lunes, 1 de abril de 2013

Capítulo cincuenta y cuatro. Excusas para escribir un haiku.


Aquella noche era triste. Suponía el fin de una etapa, el comienzo de una espera y todos se encontraban en aquel pub tomando unas copas y matando el tiempo antes de volver a casa. El fuego de una chimenea y un ambiente más rural habría sido el escenario perfecto en su opinión, aun con los compañeros desconocidos del lugar y la música de fondo que sonaba y en ocasiones les provocaba sonrisas y recuerdos. Sin embargo, el local en el que estaban resultó lo suficientemente agradable y cómodo como para alargar la estancia algunos minutos de más.

Las conversaciones se sucedían y en ocasiones convergían en él mismo, nexo de unión entre las personas implicadas. No pocas veces una voz al oído le recordaba de un modo violento para él lo que tan solo se permitía en ocasiones fugaces y, últimamente, en secreto. A veces le entendía increíblemente bien y otras resultaba extremadamente irritante, pues parecía no haber entendido la esencia de lo que ante él se hallaba.

No era el sexo, sí la sensualidad y belleza de cada uno de sus instantes, miradas y sonrisas limpias y preciosas. Jamás será su desnudez, sí su hombro, quizá en parte descubierto, y su clavícula presente y seductora, acompañada de su cuello y nuca perfectos. Nada tenía que ver su cuerpo, sí cada una de sus partes, todas ellas si eran analizadas con amor y ternura, con el cariño transparente de quien es consciente de que jamás serán suyas y que, aunque pueda resultar extraño, es feliz ante ello porque sabe que quien con elegancia las lleva le aporta todo aquello a lo que puede acceder, que jamás será lo que un día soñó, pero sí es suficiente hoy, cuando las heridas son cicatrices de guerra ya anecdóticas.

No existe posibilidad alguna de hacer deseo de lo que no le pertenece, pues no es lo físico lo que de lo físico le llama, sino la lindeza, el fruto y efecto que en su ánimo provoca y germina.

Se habría tratado de una noche más de no ser por los descubrimientos que le sorprendieron acerca de impresiones externas que le atacaban. Y no es que fuera un experto en el arte de la empatía. De hecho, solía tener la habilidad de hacer suyo lo que otros sintieran siempre y cuando dichas sensaciones hubieran sido anteriormente de su propiedad. Quizá una forma de egocentrismo demasiado complicada para aquella noche, aquellas copas, e incluso para él mismo.


No se te ocurra
pensar por un momento
que soy como tú,

Te equivocaste
si alguna vez creíste
que me entendías.

martes, 26 de marzo de 2013

Capítulo cincuenta y tres. El día de ayer (Viernes Santo)



Ayer desperté con la felicidad en la cara. Qué difícil se me hacen últimamente los despertares. Una vida repleta de rutinas, sonrisas de compromiso y buenas caras a quienes menos deseo ver. Pero ayer el día nació azul, sin nubes que dibujaran el cielo o amenazaran la estabilidad del tiempo. Este Viernes Santo de 1956 hizo guardar los paraguas de los numerosos transeúntes del centro sevillano para mostrar el brillo del oro de los pasos a la luz del sol. Espléndido. La estampa no podía ser más bella. O eso me contaron otros al llegar a casa, pues por primera vez mi imagen no fue más que la que pude retener a través de los pequeños orificios que ofrecían el justo espacio para ver sin más. Y aunque jamás pensé que fuera a ser así, mis ojos se acostumbraron extraordinariamente bien a la vista tras el capirote de la Sevilla repleta de espera y de paciencia, de niños insolentes que exigen la cera de tu cirio para hacer su bola más grande y otros más simpáticos, o simplemente, mejor educados que sonríen con la palma de la mano hacia arriba, lo más ahuecada posible para que quepa el mayor número de caramelos en ella.

Y así transcurrió mi tarde, y después, mi noche. Antes de eso, cuando aún me encontraba en mi casa del arenal poniéndome la túnica, disimulando lo que bajo ella había con más ropa de lo habitual y colocándome los guantes mientras mi marido me miraba con gesto desaprobatorio (aunque sin mediar palabra) y apagaba y encendía cigarrillos a una velocidad enfermiza yo observaba desde la ventana que daba a la antigua Cárcel del Pópulo el azulejo ante el que hacía apenas unas horas había visto a los costaleros mecer a su Cristo de las Tres Caídas de un modo extraordinario.

Con algo más de cuatro horas de sueño, y poniéndome por fin el capirote me rodeó una sensación que, estoy segura, jamás olvidaré: el anonimato más absoluto me invadía y me sentía viva y fuerte, casi como el hombre cuyo nombre y apellidos figuraban en la papeleta de sitio que guardaba en mi bolsillo, y el que aún con restos de desaprobación en la cara sonrió casi por instinto cuando bajo la túnica que disimulaba mis curvas y el capirote que cubría mi cara le guiñé uno de mis ojos de mujer.

jueves, 24 de enero de 2013

Capítulo cincuenta y dos. Poema sin título.



Eres las veces
que te pienso.

Eres, también,
la música que abrasa
mis oídos
y te clava,
a golpes,
en algún remoto,
recóndito
e insignificante lugar
[que jamás encontraré].

Eres.
Y tanto eres
que eso que eres se me escapa,
revolviendo mis noches,
mis sueños y hasta
mis momentos íntimos.

Y eres, también,
en estos días cuyo tiempo
no tiene medida
y pasa lento y veloz, todo a una,
hasta los apuntes, que no son
sino tu nombre escrito mil veces,
y subrayado cien
en amarillo.

Eres, eres todo
y también más.
La goma
con la que borro tu nombre,
las mañanas de estudio,
y las tardes, y las noches de nuevo.
Y el día siguiente. Y los mensajes de texto,
borrados.

Eres la bebida energética
que me consume.
Y la tila que no me ayuda.
Y el chocolate, y las respuestas
que no me sé.

Eres mi examen.
El de mañana y el que tendré
en unos días.
Y el que no paro de suspender
durante toda mi vida.

Eres… eres
el examen
para el que nunca me preparé.

viernes, 4 de enero de 2013

Capítulo cincuenta y uno. Voces, voces, voces.



El bloqueo más absoluto me invade. La contradicción se hace dueña de mi mente y mi cuerpo, que luchan en una batalla por ganar al otro. Mi cama se convierte en el altar que me sostiene, inmóvil, deseando estallar en mil pedazos y salpicar, salpicar por dondequiera.


Nada queda claro. El qué hacer más generalizado se convierte en una duda que comienza a sangrar y, sentada en mi cama con la mente en stand by, planeo planear algún plan aplazado en otras ocasiones de similar confusión que jamás llevaré a término.


Me sumerjo en más dudas, tan densas que me hacen imposible, imposible, imposible salir a flote…


Sobre mí, sobre lo que veo ahí afuera. Revuelvo de forma casi enfermiza entre mis pensamientos, preguntándome, cerciorándome de si lo hecho está mal, de si hice realmente bien lo que en su momento consideré nada más y nada menos que correcto. 


Las voces en mi cabeza se confunden con las que vienen de fuera. Me saturan, me convierten en algo tan minúsculo que apenas me siento capaz de efectuar maniobra alguna.


La incapacidad se hace un hueco y ataca a bocajarro: imposibilidad de sentirme bien o simplemente viva. La firmeza se esfuma y se convierte en la laguna en la que nado, densa, densa y oscura, mi particular mar de dudas.


Frustración e impotencia, insatisfacción y una vez más incapacidad de convertir cualquier acto en un halo de firmeza. El fondo de mi laguna son arenas movedizas que, junto con las voces externas, me atrapan a cada paso e inspeccionan mi pisada, cada vez más de puntillas, cada vez más débil.


Equivocación. Fraude. Mentira. Decepción. Multiplícalo por mil y avisada quedas. Y enfado. Y llanto. Y tristeza. Mucha tristeza. Como si los errores fueran algo intrínseco en mí –solo en mí- y no en el ser humano. Como si la firmeza que he de desarrollar –quizá algún día- dependiera de esas voces, las voces de fuera, las que me atacan, me confunden, me disuelven y me apartan de lo que un día esperé, fuera lo correcto o simplemente MÍO.



Las voces que habitan mi cabeza, las voces de ahí fuera, mi propia voz…. ¿Tengo voz propia?

lunes, 29 de octubre de 2012

Capítulo cincuenta. Egodomingo, egohorizonte, ego(en)sueño. Egoquimera


Los domingos por la tarde hace unas ganas inmensas de no existir. El sol, bajo un cielo que parece una grandiosa paleta de algún pintor impresionista, se pone en cualquier horizonte al que jamás alcanzarán mis ojos desde aquí, tan lejos, tan lejos del final.

‘Ahora o nunca’, me digo en ocasiones cuando, caminando junto al río al que tantas veces escapo buscando un mar inmenso, recuerdo la hermosa línea que lo separa del cielo en un momento que jamás podré amar con tanta intensidad como cuando lo vivo, respirando su olor, sintiendo su contraste dentro de mí, creyéndome capaz de hacerlo mío, de serlo de veras. 

¿Cómo llegar a rozarte siquiera si para conseguirlo tengo que convertirme en el horizonte que nunca advierto ahora? 

Sin haberte tenido te extraño los lunes, y también los martes, y así durante cada día de la semana –algo menos las noches de alcohol y risas si son banales-. Pero es la delgada y asfixiante línea del horizonte que tan poco me gusta cuando se convierte en domingo la que une y separa como mar y cielo de un modo desesperadamente cruel el pausado y breve delirio de la cordura frenética e interminable, y arranca a jirones el poso de aire limpio que a veces conservo tras respirar hondo. Hay momentos en los que te deseo tanto que el mundo se hace irrespirable. Ay, cómo duele, cómo duele un domingo, respirar.

Y cuando la noche cae… se acerca, llega el momento anhelado. A veces sin sueño y a oscuras me aferro con fuerza a mi almohada y le cuento en silencio cosas de ti. Te bosquejo ante ella. Sé cómo eres a la perfección. Me transformo en el genio infalible y descifro la fórmula que me encamina sin mentir hacia la triste realidad: que ni mil veces mi presente se acercará remotamente a una pequeñísima migaja de tu dicha. Que jamás seré tu fragmento, que nunca formarás parte de mí.

El abandono al dulzor del ron que una vez habitó mi frágil vasito de cristal se vuelve una opción. Pero no es la perfecta si mis labios prueban el excitante y amargo aroma que, cual ginebra corriente, despides sin pestañear cuando noche tras noche te dibujo ante esa almohada a la que llamé confidente sin saberlo hace ya más tiempo del que quisiera admitir.

Las cadenas me reprimen, me atan durante esas noches de vigilia y ensueño. Te deseo tanto que la impotencia es desgarradora y amenaza con aumentar a cada inspiración. Cómo dueles; cuánto si respiro un domingo creyendo que eres el oxígeno y descubro que tan solo eres el humo. Porque a veces dudo de si el peor deseo, el más sufrido y perverso, es el que existe hacia una persona. Porque en ocasiones tengo la absoluta y efímera certeza de que anhelarte a ti es cuasi pecado. Tú, que ni persona eres, ni te conozco ni te he vivido. Tú, que tan solo apareces si te pienso, y tan solo te pienso siempre. Tú, que no eres nada; nada, nada en realidad y lo eres todo para mí porque no aprendo a existir sin ti. Tú, que no eres más que el quizá, el mañana, el ojalá que nunca se hará más que deseo. Mi medio de vida, mi arranque, mi alimento. Tú… que no eres sino lo que yo no seré jamás… jamás. 

Y te conviertes en el fraude para el que vivo. La tormenta que nunca estalla. La ola que llega desde el horizonte bañada por el sol tardío de este domingo que nunca rompe.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Capítulo cuarenta y nueve. Me llevas en tus manos.



Me llevas en tus manos.
A cada sitio y en cada momento
de tu día.

Me llevas en tus manos
y no lo sabes.
O no lo piensas.

Me llevas.
Me llevas y finges
no hacerlo. No haberte manchado.
No haberme querido
esta tarde, este verano, esta vida.

Me llevas en tus manos
y dudas si me quieres,
dudando yo aún más
sobre si debo quererte o perderte
para siempre o quizá mañana.

Me llevaste ayer tarde
cuando entre sábanas descubrí,
por fin contigo,
el placer humano de escuchar por vez primera
mi canción favorita.

Me llevas ahora que te has ido a casa
y me has dejado aquí, también
con mis manos llenas de ti,
de quererte sin que nadie lo sepa,
de mirarte de reojo
sin saberlo yo siquiera.

Me sigues llevando, en tus manos,
en tu cuello y en tu boca.
Y en mis sueños, también, de la mano.

Y me seguirás llevando.
En tus manos, en tu piel,
en tu cuello y en tu boca
y tus recuerdos o los míos,
o simplemente mis sueños.

Me seguirás llevando
aunque sea precisamente ahora,
cuando menos me quieres,
cuando más te merezco.