El bloqueo más absoluto me invade. La contradicción se
hace dueña de mi mente y mi cuerpo, que luchan en una batalla por ganar al
otro. Mi cama se convierte en el altar que me sostiene, inmóvil, deseando
estallar en mil pedazos y salpicar, salpicar por dondequiera.
Nada queda claro. El qué hacer más generalizado se
convierte en una duda que comienza a sangrar y, sentada en mi cama con la mente
en stand by, planeo planear algún plan
aplazado en otras ocasiones de similar confusión que jamás llevaré a término.
Me sumerjo en más dudas, tan densas que me hacen
imposible, imposible, imposible salir a flote…
Sobre mí, sobre lo que veo ahí afuera. Revuelvo de forma
casi enfermiza entre mis pensamientos, preguntándome, cerciorándome de si lo
hecho está mal, de si hice realmente bien lo que en su momento consideré nada
más y nada menos que correcto.
Las voces en mi cabeza se confunden con las que vienen de
fuera. Me saturan, me convierten en algo tan minúsculo que apenas me siento
capaz de efectuar maniobra alguna.
La incapacidad se hace un hueco y ataca a bocajarro: imposibilidad
de sentirme bien o simplemente viva. La firmeza se esfuma y se convierte en la
laguna en la que nado, densa, densa y oscura, mi particular mar de dudas.
Frustración e impotencia, insatisfacción y una vez más
incapacidad de convertir cualquier acto en un halo de firmeza. El fondo de mi laguna
son arenas movedizas que, junto con las voces externas, me atrapan a cada paso e
inspeccionan mi pisada, cada vez más de puntillas, cada vez más débil.
Equivocación. Fraude. Mentira. Decepción. Multiplícalo
por mil y avisada quedas. Y enfado. Y llanto. Y tristeza. Mucha tristeza. Como
si los errores fueran algo intrínseco en mí –solo en mí- y no en el ser humano.
Como si la firmeza que he de desarrollar –quizá algún día- dependiera de esas
voces, las voces de fuera, las que me atacan, me confunden, me disuelven y me
apartan de lo que un día esperé, fuera lo correcto o simplemente MÍO.
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