Los
domingos por la tarde hace unas ganas inmensas de no existir. El sol, bajo un
cielo que parece una grandiosa paleta de algún pintor impresionista, se pone en
cualquier horizonte al que jamás alcanzarán mis ojos desde aquí, tan lejos, tan
lejos del final.
‘Ahora
o nunca’, me digo en ocasiones cuando, caminando junto al río al que tantas
veces escapo buscando un mar inmenso, recuerdo la hermosa línea que lo separa
del cielo en un momento que jamás podré amar con tanta intensidad como cuando
lo vivo, respirando su olor, sintiendo su contraste dentro de mí, creyéndome
capaz de hacerlo mío, de serlo de veras.
¿Cómo
llegar a rozarte siquiera si para conseguirlo tengo que convertirme en el
horizonte que nunca advierto ahora?
Sin
haberte tenido te extraño los lunes, y también los martes, y así durante cada
día de la semana –algo menos las noches de alcohol y risas si son banales-.
Pero es la delgada y asfixiante línea del horizonte que tan poco me gusta cuando
se convierte en domingo la que une y separa como mar y cielo de un modo
desesperadamente cruel el pausado y breve delirio de la cordura frenética e
interminable, y arranca a jirones el poso de aire limpio que a veces conservo
tras respirar hondo. Hay momentos en los que te deseo tanto que el mundo se
hace irrespirable. Ay, cómo duele, cómo duele un domingo, respirar.
Y
cuando la noche cae… se acerca, llega el momento anhelado. A veces sin sueño y
a oscuras me aferro con fuerza a mi almohada y le cuento en silencio cosas de
ti. Te bosquejo ante ella. Sé cómo eres a la perfección. Me transformo en el
genio infalible y descifro la fórmula que me encamina sin mentir hacia la triste
realidad: que ni mil veces mi presente se acercará remotamente a una
pequeñísima migaja de tu dicha. Que jamás seré tu fragmento, que nunca formarás
parte de mí.
El
abandono al dulzor del ron que una vez habitó mi frágil vasito de cristal se
vuelve una opción. Pero no es la perfecta si mis labios prueban el excitante y
amargo aroma que, cual ginebra corriente, despides sin pestañear cuando noche
tras noche te dibujo ante esa almohada a la que llamé confidente sin saberlo
hace ya más tiempo del que quisiera admitir.
Las
cadenas me reprimen, me atan durante esas noches de vigilia y ensueño. Te deseo
tanto que la impotencia es desgarradora y amenaza con aumentar a cada inspiración.
Cómo dueles; cuánto si respiro un domingo creyendo que eres el oxígeno y
descubro que tan solo eres el humo. Porque a veces dudo de si el peor deseo, el
más sufrido y perverso, es el que existe hacia una persona. Porque en ocasiones
tengo la absoluta y efímera certeza de que anhelarte a ti es cuasi pecado. Tú,
que ni persona eres, ni te conozco ni te he vivido. Tú, que tan solo apareces
si te pienso, y tan solo te pienso siempre. Tú, que no eres nada; nada, nada en
realidad y lo eres todo para mí porque no aprendo a existir sin ti. Tú, que no
eres más que el quizá, el mañana, el ojalá que nunca se hará más que deseo. Mi
medio de vida, mi arranque, mi alimento. Tú… que no eres sino lo que yo no seré
jamás… jamás.
Y
te conviertes en el fraude para el que vivo. La tormenta que nunca estalla. La
ola que llega desde el horizonte bañada por el sol tardío de este domingo que
nunca rompe.
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