sábado, 14 de enero de 2012

Capítulo cuarenta y cinco. La sombra en el espejo

Llevo dos horas delante de este pequeño ordenador, tratando de explicarle, con suaves –y no tan suaves- aporreos a sus teclas, lo que difícilmente podría convertir en palabras con algún sentido.

Si alguna vez le había temblado el cuerpo de rabia no lo recordaba de una forma tan intensa como aquella. Y sí, se ha planteado que lo que sucede hoy es mucho más cercano –y por consiguiente, puede parecer mucho más importante- que lo que ha quedado en el pasado. Pero eso le da igual. No se trata de medir la magnitud del terremoto en el que se ha convertido su cuerpo.

O quizá sí.

Estaba bien. Ese asunto, el que lleva un tiempo intentando arreglar –no sin ayuda-. Se encontraba en un cómodo letargo, una especie de stand by en el que las partes implicadas disfrutaban de la tregua, de las sonrisas y el cariño no contenido.

Pero sabía que era parte del ciclo. Ese círculo vicioso en el que se han enredado y del que no saben salir sin cambiar un ápice sus costumbres. Al fin y al cabo son fases. Unas más cortas, otras menos, que dependen de una cantidad infinita de factores que ni siquiera se acercan a lo científico. Qué impredecible todo, ¿verdad? Maldita impotencia.

Hoy ha estallado. No solo el plato que ha resultado víctima –literalmente- de los nervios, sino todas las rencillas que salen a flote –como un salvavidas- cada vez que hay un naufragio. Maldito salvavidas.

Y se ha visto, de nuevo, nadando sin saber, hundiéndose en el mar gélido, rodeada de objetos perdidos por el naufragio.

El espejo del baño en el que se ha encerrado, a oscuras, le ha devuelto la peor imagen de sí misma. No importaba la oscuridad. Pero es aquí donde se cruje los dedos, buscando así la inspiración en el teclado, intentando por todos los medios adecentar con unas pocas frases la maraña de pensamientos que se han aglutinado en su cabeza. Porque es el miedo lo que la bloquea, el miedo que le provocan ciertos flashes en los que se ve haciendo aquello que acabaría por convertirse en lo último en su vida. Y le gusta. Y le asusta. Y por eso, por mucho que le avergüence decirlo, le frena.

Maldita cobardía.

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