sábado, 19 de febrero de 2011

Capítulo Treinta

-¿Qué tal estás esta mañana?

Levanto la mirada y observo a la hermosa mujer que me sonríe desde la puerta. Tengo grabadas en la piel la suavidad de sus manos, su sonrisa y su trasero en mis ojos, y la exactitud de sus curvas, sus hermosos pechos, sus muslos desnudos y sin duda suaves en la imaginación. La observo atento cada vez que aparece, estudio todos sus gestos, me aseguro de que el lunar de su mejilla no cambió de sitio, le pido siempre que bese mi frente para cerciorarme de que sus labios son los de ayer, que nadie los ha gastado. Procuro desnudarla cuando me da la espalda para abrir la ventana, y entonces, con los rayos de sol entrando a raudales en la habitación, rodeándola y resaltando su figura, me deleito imaginando besar su cuello pálido y esbelto.

Cuando ella se vuelve de nuevo me asegura que hace un día estupendo, que el desayuno ya está listo y trae las galletas que tanto me gustan, que hoy hay fútbol, y podré verlo en el salón con los demás. Me dice que estaría bien que saliera un rato del edificio, que paseara por el jardín y me expusiera al sol de vez en cuando. Y yo, como siempre, le pido que sea ella quien me acompañe, quien se siente conmigo en los bancos de piedra del jardín, quien me de la mano.

Como siempre, ella no puede saber si me acompañará o no, pero ésta vez me acaricia la mejilla y me mira a los ojos, -mis ojos ya no son hermosos como los suyos- y me dice, con su voz de terciopelo, que lo intentará.

Cuando se va soy yo quien se incorpora con dificultad y se aproxima a la ventana, apoyado en todos los objetos que encuentro a mi paso. Me aseguro de que hace un día estupendo, espero el desayuno, hago un esfuerzo por recordar cuál es el partido de hoy. Pienso que tal vez estaría bien salir a dar un paseo, tomar el sol rejuvenecedor de la mañana, darle la mano a una hermosa mujer.

Me doy la vuelta y el espejo me devuelve el reflejo de un hombre gastado por los años, torpe, arrugado, encorvado. Y es entonces cuando ya no quiero esperar el desayuno, porque me cansé de ser servido, ni ver el fútbol si no es en un bar, ni dar un paseo si no es en la calle, ni darle la mano a una hermosa mujer si es la compasión la que a mi la une.

Pero la sensación dura apenas un instante, hasta que ella vuelve a entrar y me abandono a la torpeza y la inutilidad, aceptando sin rencor los estragos del tiempo, mientras manos suaves y pálidas me desnudan y me vuelven a vestir. Mi imaginación echa a volar, el tiempo procura que no quede mal.


Chío Beloki

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