Ayer
desperté con la felicidad en la cara. Qué difícil se me hacen últimamente los
despertares. Una vida repleta de rutinas, sonrisas de compromiso y buenas caras
a quienes menos deseo ver. Pero ayer el día nació azul, sin nubes que dibujaran
el cielo o amenazaran la estabilidad del tiempo. Este Viernes Santo de 1956
hizo guardar los paraguas de los numerosos transeúntes del centro sevillano
para mostrar el brillo del oro de los pasos a la luz del sol. Espléndido. La
estampa no podía ser más bella. O eso me contaron otros al llegar a casa, pues
por primera vez mi imagen no fue más que la que pude retener a través de los
pequeños orificios que ofrecían el justo espacio para ver sin más. Y aunque
jamás pensé que fuera a ser así, mis ojos se acostumbraron extraordinariamente
bien a la vista tras el capirote de la Sevilla repleta de espera y de
paciencia, de niños insolentes que exigen la cera de tu cirio para hacer su
bola más grande y otros más simpáticos, o simplemente, mejor educados que
sonríen con la palma de la mano hacia arriba, lo más ahuecada posible para que
quepa el mayor número de caramelos en ella.
Y
así transcurrió mi tarde, y después, mi noche. Antes de eso, cuando aún me
encontraba en mi casa del arenal poniéndome la túnica, disimulando lo que bajo
ella había con más ropa de lo habitual y colocándome los guantes mientras mi
marido me miraba con gesto desaprobatorio (aunque sin mediar palabra) y apagaba
y encendía cigarrillos a una velocidad enfermiza yo
observaba desde la ventana que daba a la antigua Cárcel del Pópulo el azulejo
ante el que hacía apenas unas horas había visto a los costaleros mecer a su
Cristo de las Tres Caídas de un modo extraordinario.
Con
algo más de cuatro horas de sueño, y poniéndome por fin el capirote me rodeó
una sensación que, estoy segura, jamás olvidaré: el anonimato más absoluto me
invadía y me sentía viva y fuerte, casi como el hombre cuyo nombre y apellidos
figuraban en la papeleta de sitio que guardaba en mi bolsillo, y el que aún con
restos de desaprobación en la cara sonrió casi por instinto cuando bajo la
túnica que disimulaba mis curvas y el capirote que cubría mi cara le guiñé uno
de mis ojos de mujer.