jueves, 12 de enero de 2012

Capítulo cuarenta y cuatro

Cuando salí a la calle todo me pareció especialmente vivo. El sol resplandecía con sorprendente claridad y las calles parecían inundadas gozosamente por su luz. Al tiempo en que era capaz de de sentir lo que veía como si fuera la primera vez, guardando los detalles de los edificios que llevaba viendo durante dos años, en los que nunca me había fijado, recordando el lugar en el que se perdía parte de la pintura del paso de cebra, contando las ventanas, alternando mis ojos entre el chino de la esquina, la mujer a la que nunca he visto, el camarero del Café, los botones de su camisa, sus zapatos negros, los coches que se repetían aparcados por el barrio a lo largo de los días en diferente orden..., al tiempo que observaba la compleja red de imágenes que tenía ante mí, en continuo movimiento, tenía la sensación de que todo era un amasijo de carne, cemento, troncos y agua, de que era en sí un todo inamovible, perenne en el tiempo y en la forma, como si la fisonomía de las calles, sus losas, sus baches, sus escalones y bordillos, tuvieran que corresponder necesariamente a la moto de quien tal vez sólo haya pasado una vez, a la panadera, al bloque blanco con jardín interior y fuente, como si no pudiera ser de otra forma y permaneciese por tanto así hasta la eternidad.

Al llegar al río sólo tuve ojos para el agua. Mientras cruzaba el puente me imaginaba saltando desde allí de cabeza, casi podía sentir mi cuerpo rompiendo la superficie aparentemente inmóvil. Y no moría, yo no quería morir, no imaginaba un suicidio, tan solo sumergirme en las aguas del río, sentir por un instante la calma que reina bajo la superficie, el sonido sordo que nos acompaña debajo, porque no hay silencio, pero ese sonido nos llena de paz y serenidad. Quería sentir el agua en mi piel bajo aquel sol que me parecía más claro, luminoso, cálido y, sobre todo, más revelador que nunca. Hubiera deseado lo mismo si me hubiera encontrado en la orilla, pero estaba sobre el puente y me preguntaba si sería posible; me veía saltando, cayendo de cabeza, con suavidad, estirada, con elegancia, el cristal se rompía con gracia y, luego, después del impacto y la repentina calma subacuática, yo salía renovada, empapada, riendo a carcajadas.

No sé por qué llegué triste a casa. Me acurruqué junto a la almohada, abrazándola, y en algún momento sentí el aliento de una brisa que se colaba por la ventana sobre mi rostro, y se me ocurrió pensar que tal vez me consolaba, como si pudiera acariciarme, y lo hacía con ternura...

Aquel cúmulo de sensaciones chocaba con lo que cualquier otro día, en las mismas circunstancias, se hubiera convertido en una larga e insensible mañana de resaca y hastío, opaca a la luz del sol y a la vida en la ciudad. Porque lo cierto era que mi estómago y mi cerebro aún se resentían por el mal uso que de ellos había hecho la noche anterior. Sin embargo, la sensibilidad a la que nos vemos expuestos cuando parece que nuestra cabeza va a estallar o está embotada, no me molestaba en absoluto. Recibía los sonidos de la calle con especial regocijo y jamás había sentido brisa más reconfortante. Incluso la tristeza no era tal, podía ser analizada y reducida al cansancio físico y ciertas dudas, a un dilema al que, aun sin saberlo, ya había dado la respuesta. Tal vez era un último adiós y, por ello, aquella extraña mañana la melancolía se tornaba especialmente hermosa, feliz y esperanzadora. Porque esta antítesis, esta contradicción, marcaba un final y en consecuencia un principio que aprovechar.

1 comentario: