jueves, 30 de diciembre de 2010
Capítulo Veinticinco
Capítulo Veinticuatro
capítulo veintitrés
Por fin estás aquí. Has llegado y has empezado a hablar sin parar, a contarme tus cosas, a pedirme opinión. Y yo, mirándote, asiento e interrumpo tus monólogos para aconsejarte, corregirte e incluso reñirte.
Y sigues hablando. Continúas narrando cada segundo de cada cosa que te ocurre, de cada una de tus vivencias. Yo, en mi lugar de receptor, sólo puedo alegrarme de ser tu confidente, de que te guardes esas cosas sólo para mí.
Podríamos pasar así horas. Al menos yo estaría dispuesto a ello. Sería capaz de escucharte sin pestañear por no perder un segundo mirándote, observando tu cara, tus gestos, tu sonrisa y tus ojos, cuyo color se convirtió en mi favorito desde el primer día que te vi.
De vez en cuando enciendes un cigarrillo. En ese momento comienza todo un ritual del que tú eres partícipe pero no consciente. Por cada calada que das mi imaginación va más lejos de aquel lugar en el que estamos tú y yo. Cada vez que acercas tus labios rojos a la boquilla, tiñéndola de ese color, deseo ser ese filtro que retienes apenas un segundo en la entrada de tu boca.
Y sigues hablando. De ella. Siempre está ella. Y yo, odiando su nombre e incluso su existencia, no puedo más que desear que tú hubieras sido de otra forma, o que yo hubiera nacido diferente.
De repente, al terminar una de tus historietas, pareces percibir algo raro en mí. A pesar de haber intentado disimular me has pillado, me conoces mejor que yo mismo.
- ¿Qué te pasa? Estás serio hoy
Que me encantas, que me encanta tu sonrisa, tus ojos, tu cara… que adoro tu voz, tus manías al hablar, tus expresiones, tus torpezas. Que me pareces una mujer preciosa. Tu cuerpo, tus piernas, tus manos… Que me haces la persona más feliz del mundo a veces, pero también puedes hacerme sentir el ser más desdichado. Que te amo. Que necesito que me quieras, porque yo te quiero. Te necesito, mucho.
- Nada, tengo un día algo raro, ¿qué más? – pregunto ansioso
Y de nuevo sacas alguna que otra aventurilla de la chistera. Otra vez me mantienes entretenido largo rato, observando tu cara, tus gestos, tu sonrisa y tus ojos.
martes, 21 de diciembre de 2010
Capítulo Veintidós
Se dejó caer en la silla con el periódico abierto y un cigarrillo entre los dedos. Estaba agotado. Aquella mañana había tenido que madrugar, a pesar de tenerla entre sus brazos por primera vez, a pesar de que hubiera dado la vida por permanecer unas horas más allí tumbado, se decía. Pero era precisamente eso lo que estaba en juego y no tuvo más remedio que levantarse y salir a la calle, dejándose arrastrar a regañadientes por el sentido común, haciendo frente a la lluvia y el viento. Llegaba tarde y la prisa no le dejó pensar en la noche anterior, maldijo su suerte, pero la noche había sido hermosa y no dudaba que habría más, menos improvisadas, pero igualmente hermosas. Eso lo animó y se negó a aminorar el paso y mirar hacia atrás, hacia el cielo o hacia los charcos para entregarse al recuerdo y retroceder luego. Había futuro, eso bastaba.
No volvió al piso hasta varias horas más tarde, después de haber solucionado todos sus asuntos y haber dado un largo paseo bajo el pálido sol que luchaba por hacerse un hueco entre las nubes, cada vez más diluidas en el cielo. Pudo recordar placenteramente, mientras caminaba, cómo aquella noche improvisada había dado un nuevo giro a su vida. Luego, sus pies le llevaron a un café, y henchido de alegría por haberlo solucionado todo satisfactoriamente, sacó un libro de su mochila y se puso a leer acompañado por la música, el constante murmullo de la clientela y el silbido de las cafeteras. Todo estaba bien.
Cuando al fin llegó al piso ella ya se había marchado. No le importó demasiado. El escaso sueño y el largo paseo cayeron pesadamente sobre su cuerpo y decidió darse un descanso antes de emprender la marcha de nuevo. Se tumbó en el sofá con el periódico que había comprado en el camino y ojeó los titulares. Nada nuevo. Se asustó de la completa indiferencia con la que pasaba de cuerpos ahumados en una explosión a rivalidades entre países, mujeres asesinadas, secuestros políticos o accidentes en las minas.
La tarde se le escapó entre autobuses y absurdas clases que poco le aportaban. Pero cuando volvió al piso, ya de noche, le pareció que el día había sido más largo que de costumbre. Su humor se había vuelto a agriar, trabajos inacabados y compromisos eludidos le hicieron sentir terriblemente mal.
Se sentó en la silla frente al escritorio y miró a través de la ventana. Fuera llovía a raudales y los cristales temblaban azotados por el viento. Encendió un cigarrillo y se hizo de nuevo con el periódico. Su móvil vibró entonces sobre la mesa. Sonrió. Cuando volvió a mirar por la ventana, la oscuridad le pareció su cómplice y la lluvia más hermosa que de costumbre.
capítulo veintiuno
Lluvia. El ruido de las gotas de agua golpeando todo aquello sobre lo que caen la marean, la aturden. La introducen en un absoluto sopor del que sólo consigue salir cuando el choque de una de esas gotitas resulta ser más fuerte que el de las demás.
Confusión. Sus pensamientos, sus sentimientos y sensaciones dentro de sí misma caen con la misma continuidad con la que lo hacen las gotas de agua, y golpean contra cada parte de su cuerpo, cada atisbo de tranquilidad y paciencia que pueda albergar en su interior para humedecer su fortaleza, así como la lluvia humedece el asfalto en las calles, la arena en la playa y el césped en el parque.
Y la tormenta no cesa. Jamás lo hace. Únicamente cambia la intensidad, lo que la vuelve más desgarradora, más dura y menos soportable aún. De cuando en cuando, como si de gotas de lluvia se tratase, un pedacito de dolor, alojado en una nube de olvido que ella misma se creó, cae y lo inunda todo de sensaciones amargas, hirientes y desesperantes.
Sí, sabe lo que dijo. Sabe que se prometió a sí misma explorar más allá del yo, aunque también se hizo otras promesas, como la de evitar inundaciones olvidando lo inolvidable y esperando que las cosas mejoraran. Pero no ha parado de llover y la humedad ha ido aumentando progresivamente. Por ello mismo ahora necesita más que nunca excavar en lo más íntimo, eliminar cualquier zona inundada y llenarse por completo de hormigón, para que no se filtre el agua.
viernes, 17 de diciembre de 2010
Capítulo veinte
Sus manos, heladas por el frío y por la lata de cocacola que siempre la acompaña en sus momentos de soledad, se mueven nerviosas cuando no tiene nada que hacer.
A cada rato se lía un pitillo. Algunos se los fuma, otros los guarda en cualquier cajetilla de tabaco que utiliza como improvisada pitillera.
Y siempre en el mismo sitio. Siempre sentada en el mismo lugar. Esas escaleras desde las que puede curiosear, observarlo todo sin apenas ser vista, sin que la gente se percate de su presencia. Allí analiza, observa, busca y encuentra constantemente sobre qué escribir, preparada con su bolígrafo negro y algún folio ya usado.
Y la gente pasa por allí, justo a unos centímetros de ella, subiendo los escalones en los que tan a gusto se encuentra, de los que ha hecho su rincón especial. Algunos la saludan, com mayor o menor entusiasmo, otros se limitan simplemente a mirarla. La mayoría ni siquiera se percata de su presencia. Pero ella, imperturbable, en el mismo lugar de siempre, haga frío o calor, llueva o nieve, se limita a observar, escribir, beber o fumar, o todo junto.
lunes, 13 de diciembre de 2010
capítulo diecinueve
Salió el sol. Los niños, contentos, se apresuraron a ponerse bajo él, saltando sobre los charcos y alejándose de la penumbra que inundó sus casas días atrás.
Patios, terrazas y azoteas presumieron del color de prendas que el viento iba secando.
Veladores de restaurantes se abarrotaron. Todos querían disfrutar de aquel tiempo, sentir la brisa y el sol de una vez en la cara, lo reconfortante del calor de cualquier rayo.
Los más deportistas se echaron a la calle a correr, a montar en bici, a patinar. Los que preferían otras actividades se acercaron a la orilla del río con amigos y cervezas como acompañantes.
El sol brillaba. Las nubes, cada vez más dispersas y menos numerosas dejaron de tener ese tono gris, convirtiéndose en grandes cúmulos de algodón blanco. En los amaneceres se adivinaba el azul que estaba por llegar, y en las puestas de sol se mezclaban infinidad de colores, que se reflejaban en el cielo y en los algodones flotantes en que se habían convertido las nubes.
Los días se hicieron felices. La gente, risueña y alegre sin motivo aparente, paseaba por la calle. Abrigos, jerséis y chalecos colgaban de los brazos de quienes no vieron llegar el calor.
De repente los días volvieron a ser tristes, melancólicos. Los ciudadanos, sin causa alguna, circulaban taciturnos por las vías. La mayoría dentro de sus coches, refugiados por la calefacción, la radio y el empañamiento de los cristales.
El sol dejó de brillar. Las nubes volvían a tener su anterior tono grisáceo, tornándose cada vez más densas, más oscuras y menos coloreadas. Apenas se distinguían amaneceres y atardeceres, mañanas y tardes, mañanas y noches. Tan sólo una capa de gris inundaba el cielo, desde el principio hasta el final, sin dar tregua a ningún pequeño trozo de azul.
Ya nadie se atrevía a correr, montar en bici o patinar. Ya no se veían las orillas del río llenas de gente riendo, bebiendo y cantando.
Los restaurantes recogían sus mesas, subían sus toldos y cerraban sus puertas al frío.
Patios, terrazas y azoteas perdían el color de las ropas que movía el viento. Volvían a ser tristes, húmedos y gélidos.
Se ocultó el sol. Llegó la lluvia. Los niños, defraudados, se apresuraban a volver a sus casas llenas de penumbra, saltando sobre los charcos y alejándose de la luz que inundó los parques días atrás.
martes, 7 de diciembre de 2010
Capítulo dieciocho
Lleva semanas sin escribir. Las palabras se retuercen en su mente y las teclas cambian de sitio cuando sus dedos intentan buscarlas, inquietos, temblorosos, asustados. ¿Por qué no puede siquiera escribir un mísero renglón que la haga sentirse satisfecha?
Quizá no haya temas que la inquieten. Posiblemente le falten ganas, empuje o destreza.
No, nada de eso, intenta decirse a sí misma tras borrar una vez más el último párrafo que ha escrito, de nuevo horrible al ser leído. Lo intenta de nuevo. Cambia palabras, busca sinónimos, baja la mirada al teclado intentando encontrar respuestas, tratando de sacar de él la frase adecuada, la combinación perfecta.
Pero no lo hace. Tras largo rato frente a la pantalla se resigna y busca otra actividad que la haga sentirse menos frustrada.
Tras un tiempo cae en la cuenta de que tiene muchas fronteras que superar antes de conseguir un escrito decente. Podría escribir sobre su inseguridad, su falta de motivación o sus miles de defectos. Podría incluso atreverse a mostrar aquí millones de secretos de los que no tendría por qué avergonzarse. Podría desahogarse en este lugar, escribiendo sobre detalles que le duelen, que le hacen pensar en si realmente lo está haciendo bien con ciertas personas y consigo misma. Pero todo ello no sería más que un diario. Unas páginas que hablasen de su vida, quizá algo adornadas por palabras bonitas, quizá escritas de un modo más literario, pero, al fin y al cabo, un diario.
Y no quiere acomodarse en sí misma. Necesita salir, descubrir nuevas mentes, nuevas personas, nuevos lugares. Necesita poder sacar de cualquier detalle algo que escribir, algo inexistente, algo que realmente no sea ella.
Necesita explorar…
domingo, 28 de noviembre de 2010
Capítulo Diecisiete
Al echar la persiana sentí que cerraba la ventana hacia la inmensidad. Miré a mi alrededor, en mitad de la habitación había improvisado un tendedero con una guita -fuera llovía a raudales-, la puerta cerrada, las paredes blancas y cercanas, y ahora, por primera vez, las persianas bajadas, grises, reflejando la luz de la lámpara, ocultando tras de sí los patios y los tejados, y el cielo oscuro, el sonido de la lluvia contra los canalones, contra el techo de aluminio que cubre parte del patio, allá abajo.
No sé por qué aquello me incitó a recordar algo. Tal vez ni siquiera fuera la persiana y la inmensidad que me negaba, tal vez no tuviera nada que ver con las paredes blancas y la puerta cerrada, ni con el tendedero, ni con mis sujetadores y pantalones que pendían sobre la cama. Creo que fue el libro que acababa de dejar sobre la mesa, La tregua, de Mario Benedetti. Pero tampoco sabría explicar por qué, ni qué pasaje me hizo remontarme tiempo atrás, a meses de lluvia y cine, de camas compartidas y algo de falsas apariencias.
Tal vez tampoco tuviera que ver con eso. Ni con el cenicero humeante y las latas de cerveza vacías amontonadas sobre la mesa.
Cansada de darle vueltas, levanté de nuevo la persiana. La oscuridad más allá de los cristales invitaba a adentrarse en ella, a dejarse llevar.
Sevilla, 27 de Noviembre de 2010
Chío Beloki